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¡CUÍDATE, PACO!

¡CUÍDATE, PACO!

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Los amigos preocupados por mi bienestar continúan diciéndome con indudable cariño, en correos electrónicos, llamadas telefónicas y encuentros: “¡Cuídate, Paco!”, sin que haya podido desentrañar con certeza absoluta el origen de tal deseo ni su alcance, sabiendo que no se trata de un sonsonete carente de sentido, o un latiguillo de moda que corre de boca en boca. No, el buen deseo de los amigos y amigas hacia mí es sincero.

Pero tan noble consejo provoca en mi ánimo ligeras turbaciones, porque ninguno de los bienintencionados consejeros me explica los argumentos que les lleva, de forma tan insistente, a inquietarse por mi salud y bienestar, sin que yo haya hecho méritos reconocidos para llevar el desasosiego a sus sentimientos.

A veces pienso que sus buenas intenciones obedecen a que me ven algunos días fuera de mí por razones de inconformismo y rebeldía con la situación que muchos padecemos, y esto les hace pensar en posibles dolencias ocultas que, de momento, se mantienen alejadas de mi horizonte, aunque soy consciente que no tardarán en llegar porque la vida es tenaz en su empeño de llevarnos a todos a la estación término.

En otras ocasiones, intuyo que me sugieren cuidarme pensando que llevo una vida muy agitada con poco descanso, pero no parece que este sea el caso, porque hago deporte a diario, llevo buena alimentación, no fumo y mis vicios se reducen a compartir un saludable vaso de vino, con buenos amigos entre los que ellos se cuentan, a quienes agradezco sus buenas intenciones y sinceras confidencias.

En todo caso, compláceme que me pidan cuidarme porque escondido en tal deseo hay una carga de afecto, simpatía y cariño que no siempre merezco, porque con algunos de ellos no he correspondido a cuanto me han entregado, sin pedir nada a cambio.

AGOSTO LUNAR

AGOSTO LUNAR

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Observo con gozosa nostalgia a dos jóvenes acariciándose en un banco municipal, ajenos al mundo exterior que los circunda, y recuerdo los amores furtivos estivales de mi primera adolescencia, cuando jugar al “escondite” por las callejas anochecidas del barrio era anticipo de la primera aventura amorosa, preludio de estremecimientos posteriores.

“Ronda, ronda, el que no se haya escondido, que se esconda”, cantaba quien se «quedaba», antes de salir al encuentro de los que nos escondíamos corriendo entre las calles hacia esquinas verdirrojas, donde encontrábamos consentidas faldas entre las sombras de las farolas que alumbraban el “fresco” de las tejuelas que congregaban los vecinos para aliviar la calima agosteña.

Bajo la bombilla desnuda brotaban confidencias, disimulados acercamientos, risas nerviosas, miradas furtivas y naturales deseos cumplidos al contraluz de la primera luna, testigo de la caricia consentida, distinguiendo por primera vez el rosa del azul en la efervescencia del primer encuentro con lo felizmente inesperado que milagreaba desconocidas palpitaciones.

Comenzaban entonces a lloviznar estrellas fugaces y constelaciones en las noches de agosto sobre los patios, sin que las amenazas de las sotanas pudieran evitar la irremediable derrota de las consignas religiosas y los confesionarios, porque el empuje de la sangre iba más lejos que las amenazas doctrinarias.

No era fácil hallar un rincón desocupado en el solar abandonado de la garita y menos aún eludir la vigilancia horadante de balcones y ventanas. Pero bastaba la ayuda de un guijarro para que las luces callejeras dejaran de ser cómplices de las persianas.

Pero la invasión de temores infundados y la penitencia sacramental del confesionario eran incapaces de acorralar las manos rendidas de cavilaciones, cuando los labios susurraban tímidos tres palabras y el brillo emocionado se incorporaba a las pupilas de la niña, obligándole a decir: “Quieto, tonto, que nos van a ver”, justo antes de que una voz inoportuna nos delatara: “Por Paco y Marisa, que están detrás de la tapia….”.