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FÚTBOL

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Con hijo, yerno y entrañables amigos he pisado ayer finalmente un campo de fútbol, durante la visita que hicimos al estadio Santiago Bernabéu, comida incluida en la cristalera del asador «La Esquina» y partido de fútbol entre el Real Madrid y el Schalke-04, cuyo resultado ya es conocido en toda la galaxia.

Si el fútbol no salva de las crisis, ni enriquece culturalmente al pueblo, ni promueve valores morales, ni evita el masivo desempleo, ni elimina la corrupción, ni mejora los salarios, ¿por qué mantenerlo, si ha demostrado ser un deporte tan inútil para la erradicar el hambre como el imán que llevó el gitano Melquiades a Macondo, inservible para extraer tesoros de la tierra que redimieran a sus vecinos de la pobreza?

Además, suscita diferencias, agita las masas, divide familias, disgrega amigos, provoca discusiones y ocasiona gastos, por lo que no debería ser objeto de deseo ni merecer el aplauso social que recibe en todo el mundo mundial, sino todo lo contrario, ser condenado al olvido y desterrado de la sociedad.

Pero no ocurre así, y ayer pude acercarme a la explicación que justifica su arraigo social y fuerza de convocatoria, cuando envuelto en la catarsis colectiva no pude sustraerme al  espectáculo que dieron los espectadores, la «grada joven», los «schalkeros» y las dos escuadras de gladiadores que se disputaban a patadas un balón, en pantalones cortos y con fibrosas tabletas de chocolate en el estómago.

Comprobé ayer que el fútbol es como una península cenagosa que está rodeada de lodo por todas partes, menos por el “istmo redentor” que da paso al estadio por donde entran miles de ciudadanos a redimir sus penas con el peloteo de veintidós jóvenes deportistas multimillonarios que se disputan una esfera llena de aire a puntapié limpio, sin poder tocarlo con la mano, ni darse patadas unos a otros.

Ayer verifiqué que el fútbol sirve para ocultar pasajeramente la realidad y adormecer la desesperanza, como hacen los opios deístas religiosos y narcotizantes ateísmos políticos, con la ventaja de que el fútbol no contamina el alma, relaja las inquietudes sociales, distrae el insomnio del hambre, evita la pesadilla del paro, alivia los pesares de la enfermedad, consuela desgracias y hace olvidar quebrantos, como saben muy bien los psiquiatras que recomiendan esta terapia a los pacientes aficionados al balompié.

Efectos sanadores de inmediatas consecuencias y eficaces resultados, que son aprovechados para desviar la atención ciudadana hacía la esperanzadora alfombra verde del césped, despistando a miles de monosabios que contemplan el ruedo sin percibir que el toro permanece en la plaza pública exterior dispuesto a cornearles con la cruda realidad de la vida, un minuto después que el hombre de negro pita el final de la contienda.

LA ABUELA DE EUROPA

LA ABUELA DE EUROPA

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Reinó Victoria en Inglaterra durante 63 años llegando a ser la abuela de Europa, al casar 26 de sus 42 nietos con miembros de la realeza europea, para orgullo de los 9 hijos que tuvo quien fue también emperatriz de la India durante 25 años.

Toda la época victoriana estuvo sometida a la voluntad de la señora, que disfrazó su poder de monarquía constitucional, para hacer políticamente cuanto le convino en privado, expandiendo el imperio británico con la austeridad, modales y buenas costumbres que definieron este periodo regentado por ella, donde la dignidad, el respeto, la autoridad y la familia fueron las cuatro patas de su reinado.

Junto a toda la formalidad imaginable, Victoria tiene el privilegio de ser la mayor traficante mundial de droga en el siglo XIX, haciendo del opio la mercancía más importante de su imperio, inundando de amapolas la India que luego exportaba a China donde llegó a tener 12 millones de consumidores en 1839, hasta que el emperador chino prohibió el tráfico para evitar la ruina económica, física y psíquica de la población, dando lugar a la guerra del opio, por considerarlo Victoria un atentado contra el libre comercio.

El devoto cristiano John Bowring gritó que “Jesús era el comercio libre”, antes de bombardear Cantón, y la reina Victoria terminó a cañonazos con Pekín, sometiendo a los chinos y aumentando el número de drogadictos, lo que compensó sobradamente los gastos de la guerra, mejorando sensiblemente las arcas del imperio británico.