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Etiqueta: opinar

INQUICENSORES

INQUICENSORES

Opinar en voz alta tiene el peligro de ser escuchado por capitidisminuidos inquicensores, herederos directos de intolerantes actitudes inquisitoriales mezcladas con espuelas censoras dictatoriales, pretendiendo llevarnos a las más casposa sociedad represiva de tiempos indeseables, donde la condena podía llegar no por lo que se decía, sino por lo que el inquisidor pensaba que se decía, aunque no se afirmara lo que el caciquillo opinaba que se decía.

Por denuncia de ensoberbecidos, frustrados, envidiosos y rencorosos colegas del claustro, Fray Luis de León fue condenado a prisión durante cinco años, hasta demostrarse que la malévola lectura hecha por los denunciantes sobre la traducción realizada por el agustino del Cantar de los Cantares para su prima, nada tenía que ver con lo que el fraile pensaba.

Siglos después, refería Unamuno en sus críticas a los inquisidorcillos políticos, que las normas impuestas por ellos eran desdichados preceptos, origen de abusos y secuela de arbitrariedades, para satisfacer los caprichos de un poder apoyado en el miedo colectivo, donde se manejaban las voluntades de sumisos fiscales sometidos al patrón.

Aplicando funestos criterios derivados de semejante estatuto legal, fueron cerrados periódicos y condenadas personas por delito de opinión, en muchos casos no por lo que decían sino por aquello que los déspotas suponían que decían, recordando el caso de un capitán del ejército que dijo autoritariamente a un soldado:

– Se está usted riendo de mí.

– No, mi capitán.

– No, por fuera, pero sí por dentro, que yo lo veo.

– No, mi capitán.

– ¡Cómo que no! Queda usted arrestado.

El macartismo no es buen camino a seguir en una sociedad plural, libre y democrática, por mucho que el añejo reaccionarismo se empeñe el volver a lejanas épocas rancias, ya condenadas por la historia y desterradas de la sociedad por ciudadanos que aspiran a vivir en libertad.

VOTAR Y OPINAR

VOTAR Y OPINAR

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Votar en unas elecciones democráticas consiste en otorgar la confianza a un candidato presentado a representar al pueblo, es decir, expresar de forma secreta la preferencia de cada cual mediante una papeleta electoral introducida en la urna. Además, opinar, consiste en expresar el parecer personal sobre algo cuestionable, sin certera evidencia.

Por otro lado, voces sabias y democráticas aseguran sin vacilar que una grandeza democrática consiste en dar el mismo valor a cada uno de los votos emitidos por los ciudadanos, de manera que cada votante puede optar libremente por entregar su papeleta al candidato que prefiera. Dicho esto, vamos con el juego.

Si polemizan los políticos en campaña electoral, ¿por qué no vamos a discutir civilizadamente los ciudadanos sobre aspectos electorales dignos de reflexión? Abramos, pues, la polémica, con el único animo de animar el debate, agitando pilares democráticos y provocando réplicas intelectuales que nos enriquecerán a todos.

La democracia otorga  libertad de opinión a todos los ciudadanos para que cada uno diga lo que quiera sin ofender al prójimo, lo cual permite opinar a todos los vecinos, permitiéndome decir que el voto no es más que una opinión personal e intransferible, traducida en papeleta electoral que se introduce en una urna a través de una rendija, para decir de forma anónima quién debe ocupar el cargo político que se somete a votación, siendo emitido el veredicto de acuerdo con la opinión subjetiva del votante.

Hasta aquí todos conformes, pero demos paso a la polémica admitiendo que todos los votos tienen el mismo valor, pero negando que todas las opiniones valgan lo mismo y deban ser tenidas en cuenta de igual forma, ya que la inteligencia y el nivel de conocimientos de los opinadores determina el valor y mérito de los veredictos pronunciados sobre la cuestión objeto de consideración.

Vale que todos los ciudadanos tenemos derecho a opinar sobre lo que nos apetezca, pero no todas las opiniones tienen el mismo valor, ni deben ser tenidas en cuenta de igual forma, porque los conocimientos, la experiencia, el talento de las personas y su personalidad, determinan el valor de las opiniones y el respeto que merecen, aunque algunas no merezcan ningún respeto porque quienes lo merecen son las personas, no las opiniones, por mucho que aspiren a ser respetables.

Es decir, si aceptamos que el voto es una forma de opinar, y que las opiniones no tienen el mismo valor, es difícil aceptar que los votos otorgados por los diferentes ciudadanos valgan lo mismo, concluyendo que las elecciones democráticas son un fraude de imposible solución.

Queda abierto el debate y el desacuerdo. ¿Quién toma la palabra?

ESCRIBIDORES Y PSEUDOINTELECTUALES

ESCRIBIDORES Y PSEUDOINTELECTUALES

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No puede llamarse escritor a todo aquel que escribe, aunque muchos se autoproclamen escritores, sin serlo. Bien es verdad que el diccionario se empeña en decir lo contrario, estableciendo que todo ser humano que escriba, es escritor, lo haga bien o mal. Pero también es cierto que permite llamar a los malos escritores, escribidores. Pero ¿cómo debemos llamar a los buenos escritores? Nadie lo sabe.

Ante tal indefinición, resulta que todos los ciudadanos que no sean analfabetos, son escritores. ¿Os explicáis ahora por qué en los manifiestos, adhesiones, proclamas, denuncias y peticiones, aparecen tantas firmas de escritores que no pasan de ser escribidores?

Tal ambigüedad abre de par en par las puertas a copistas, escribientes, redactores, amanuenses y prosistas. Todos ellos escritores, aunque no lo sean. Por eso, para distinguir los escribidores de los otros, – pendientes de definir -, hemos optado por una solución de emergencia anticipando un adjetivo apocopado para definirlos diciendo que fulano de tal es un “buen escritor”, para distinguirlo de los escribidores. Éstos no saben jugar con las palabras para hacer con ellas obras de arte literarias que deleiten a quienes se acerquen a sus escritos. Hoy escribe todo el mundo y todos se llaman con razón – aunque les falte toda -, escritores.

Algo parecido ocurre con los intelectuales. Hay pseudointelectuales en España como para detener un tren de alta velocidad cuando galopa desbocado por los carriles de las vías férreas. Si a los falsos intelectuales les diera por jugar al corro de la patata se les quedaría pequeño el ecuador terrestre. Afortunadamente, en este ámbito se ha reservado el término sabio a los tres o cuatro que lo merecen, aunque al paso que vamos no tardarán en proliferar lumbreras de pacotilla aparentando tener el más alto grado de conocimiento, aunque en realidad sus saberes no pasen de erudiciones vulgares, al alcance de cualquier mortal. Todos ellos se colarán entre las fisuras que han dejado en los renglones del diccionario los habitantes de la casa que para ellos diseñó don Miguel Aguado, en la calle Felipe IV de Madrid. Leyendo lo que en él se dice, resulta que las listas de intelectuales que por ahí circulan son ciertas, porque todas las personas incluidas en ellas se dedican preferentemente al cultivo de las ciencias y las letras. En este caso, la solución a tomar para distinguir unos de otros, es parecida a la de los escritores. Por eso, en determinados momentos cuando hablamos de intelectuales, añadimos la cualidad de veracidad a la persona concreta a quien nos referimos, diciendo que es un intelectual “de verdad”, para superar equívocos que nos lleven a incluir en ese grupo a todos los que se cuelan de rondón en él.

¿Y qué decir de los expertos? ¡Madre mía! Si éstos volaran no llegaría la radiación solar a la Tierra. Han proliferado como los procariotas, por bipartición, repartiéndose entre ellos los beneficios de las ondas  hertzianas y la radiación catódica, generando abundante desinformación, que termina normalmente con una manipulación de datos, cifras, hechos, realidades y fechas, que sólo complace a los simpatizantes  homínidos que los escuchan, miran y leen embaucados por su beocia.

Finalmente, están los opinadores. Sí. Detrás de cada español hay un perito en fútbol, economía, urbanismo, educación, medicina, alfombras orientales o punto de cruz, aunque no sepan enhebrar la aguja, ni dar una puntada. Cogiendo el rábano por las hojas y aprovechando que el río está revuelto, aquí todo el mundo quiere ser pescador.

Sin entender muy bien eso de la capacidad humana de opinión, ¡hale!, a opinar. De lo que sea. Basta darse una vuelta por bares, peluquerías, tertulias radiofónicas, blogs, mentideros y verdulerías, para comprobar esto. Todos a opinar, incluso de lo que no saben.

Esta es mi opinión, y la paradoja con que vivo a diario mis contradicciones, en una sociedad infestada de escribidores, pseudointelectuales e inexperientados, que comenzarán a aparecer en listas de listos durante la campaña electoral que se avecina.

EL RIESGO DE OPINAR

EL RIESGO DE OPINAR

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A veces se paga un alto precio por decir en voz alta lo que opina todo el mundo impunemente por los rincones. Y hacer público lo que se vocea por los mentideros de la ciudad tiene como recompensa la hoguera.

Tal vez por eso, el conformismo y el miedo a las represalias es la actitud de muchos, siendo los amigos quienes recomiendan medir muy bien las palabras cuando se va a opinar en sentido contrario a la dirección marcada por unos pocos o a defender sinceramente una posición distinta a la que figura en la peana de los patriarcas.

La asignatura pendiente en este país no tiene relación con el sexto mandamiento bíblico, sino con la incapacidad para aceptar una opinión contraria, por muy honesta que sea. Hoy se escucha poco al discrepante, no se respetan voces ajenas, se imponen criterios con amenazas y se condena sin juicio a los opositores, porque no acabamos de identificarnos mental y afectivamente con el adversario, impedidos por una prepotencia injustificada y sordera crónica, causas de nuestros males en el universo que compartimos.

Pensamos ingenuamente que con tener reconocida la libertad de expresión en la Constitución hemos conseguido el respeto que exige dicho precepto, sin darnos cuenta que se trata de papel mojado mientras no superemos la triste herencia legada por la dictadura tras cuarenta años de mordaza, falta de ejercicio crítico y ausencia de respeto a las opiniones opuestas.

Son legión quienes declaran enemigos a los que no piensan como ellos. Y lo que es peor, hacen también enemigos suyos a los que se relacionan con él. Es una forma muy sutil de inquisición social, porque no hay condena directa pero abunda el desprecio, desaparece el saludo, se esquivan las miradas, no llegan invitaciones, enmudece el teléfono, se filtra la difamación, aumentan las descalificaciones y se difunden falsos bulos. Y en este tiempo de abandono ya no hay espacio para el encuentro, las puertas se cierran, surgen amenazas que niegan serlo y se olvidan las promesas.

Opinar en este país tiene más peligro que caminar con los ojos vendados por un campo minado, pues a la primera de cambio te pintan con sangre de cordero el dintel de la puerta. Me refiero a la opinión discrepante, claro, no al halago remunerado, que tan bien se recompensa,  porque entre nosotros tiene más acogida social y política el granuja adulador, que el crítico honrado.

Hablo del pensamiento divergente que acompaña a los que ejercen el noble oficio de pensar, analizar la realidad y opinar sobre ella. Hablo de quien refuta a la autoridad, encausa las arbitrariedades, contradice al jefe, desvela fechorías, impugna decisiones administrativas, condena abusos del amo, desatiende caprichos del director, rectifica al patrón o denuncia la incompetencia de los poderosos.

Quienes realizan estas tareas han de estar dispuestos a recibir anatemas, a pagar el costoso tributo de la marginación, a sufrir venganzas y a ser borrado de la fotografía sociopolítica y  de la memoria de los amigos. Así son las cosas y no sabemos si cambiarán porque nunca viviremos el futuro. Aparentemente no hay argumentos que vaticinen lo contrario, porque la realidad sólo habla de empujones a los críticos hasta llevarlos al borde del acantilado.

Entre nosotros hay algunos que van por el mundo con un guijarro de la mano dispuestos a lapidar al primero que no esté de acuerdo con lo que ellos piensan. Y quienes tienen la sartén por el mango, responden a las discrepancias con sartenazos. Así ocurre. Apenas unos segundos después de la rebeldía, cuelgan al divergente el sambenito, preludio de la pira inquisidora.