EL VALLE DEL COLOR
En el cerro del Santo, junto a la ermita de San Martín que muestra algunos restos de su historia, cobra vida el flujo de agua que fluye cantarina entre las piedras hasta silenciarse complacida en el valle humilde y silencioso al que presta su nombre el río Corneja, ya adulto, antes de abrazarse con el Tormes, entre Navamorales y Horcajada.
Valle que presta al pintor Luciano sus inimitables y mágicos colores, nutridos de anímicos misterios inescrutables, para dar vida en sus lienzos a la sinfonía policromada que hace posible el milagro con pinceles dóciles al silbo del artista, recreando lo invisible a los ojos, en medio del ritmo inaudible de rumores espirituales que vivifica el maestro Díaz-Castilla.
Abulense valle del color, hermanado con el ermitaño peñalbense del silencio berciano que vela el tiempo en el oratorio de San Genadio, donde la luz se funde en las blancas peñas, rebotando hasta el cielo infinito para iluminar el acogedor paraíso del Corneja, donde el alba se distingue del amanecer, insinuando perfiles descubiertos al rayar el día.
Luciano Díaz-Castilla iluminó ayer con su cabellera blanca la Sala de la Palabra dejando hablar su alma con la sabiduría experiencial de quien ha paseado sesenta años sus obras, -hijas del misterioso valle-, por todas las plazas urbanas con argumento para afirmar que nuestra Plaza Grande es el centro dorado del Universo.
Sabed, pues, que los colores tienen su origen y paradero en el valle del Corneja, donde habita la paz y la voz policromada vivifica el arte, la luz y la belleza, dando oportunidad a las estrofas para salvarnos con esperanzadores versos redentores de la miseria moral que ennegrece la existencia, como ayer hicieron los poetas de Pentadrama nublando con pinceles de Luciano la tosca vulgaridad que nos envuelve.