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TRASPASO DE NEGOCIO

TRASPASO DE NEGOCIO

Captura de pantalla 2014-06-19 a la(s) 06.01.25

Siempre había creído que la monarquía se heredaba de generación en generación y de hombre a hombre, pero nunca sospeché que se traspasará como un negocio, cediendo a favor de otra persona el dominio de la Jefatura del Estado, como lo entiende el rey que cederá hoy su corona al hijo varón, maridado con Leticia, perdón, Letizia, que no es bueno confundirla con mi hija.

Cuando Calvo Sotelo dio los trastes de gobernar a Felipe González en presencia de Juan Carlos I de España, nuestro campechano rey quiso aliviar la tensión del momento comentando jocosamente algo que ha repetido varias veces en su reinado: “¡Qué suerte tenéis los políticos que a veces los electores os echan!”, lo que obliga a pensar en la mala suerte del monarca, que voluntariamente siguió treinta y dos años más en el trono, empobreciéndose cada vez más, fiel a su esposa, con amigos de comportamiento intachable y dirigiendo una familia ejemplo de honradez, sacrificio y renuncia por la patria.

Poco después de esta real anécdota real, en una reunión de cortesanos donde se hablaba de la boda del hoy rey de España, uno de los contertulios propuso: “Dejemos en paz al príncipe y que no se case hasta los treinta y ocho años”, corrigiéndole el rey: “¡No fastidies! ¡Que algún día habrá que traspasar el negocio!”

Bueno, pues ese día ha llegado y el rey-padre considerándose a sí mismo dueño del negocio ha traspasado a su hijo-rey la mayor empresa pública del país, poniendo en sus manos un Estado-negocio, según palabras de su propietario hasta hoy.

Como ciudadano que vive en perpetua ingenuidad política, yo pensaba que el Estado era todo menos un negocio que pudiera traspasarse al antojo de su hipotético propietario, con la misma indiferencia que se traspasa un comercio de lencería íntima femenina, una agencia de safaris, un gabinete de comisiones petroleras, unas cuentas bancarias ocultas o unos amigos excarcelados.

SEXAGENARIOS

SEXAGENARIOS

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Los niños de mi generación considerábamos ancianos a quienes pasaban la frontera de los sesenta años. Y hoy, cuando mi hijo opera a una persona de setenta y cinco años con un mal diagnóstico, se lamenta porque es un paciente joven. Es decir, los ciudadanos que nos movemos por la vida con sesenta y tantos años estamos hechos unos chavalotes, según proclama Leticia. ¡Cómo han cambiado las cosas en tan poco tiempo!

Bien, pues aquí estamos los canosos sesentones disfrutando de nuestra segunda adolescencia, que algunos llaman sexalescencia, queriendo inútilmente desterrar del diccionario el término sexagenario, mantenido por la Academia para definirnos.

Los que pertenecemos a tan numeroso grupo de jubilados, podemos afirmar sin reserva alguna que llevamos una vida provechosa y placentera, recostados al pie del último peldaño que nos falta por subir, alcanzando la gloria de haber vivido.

Aquí estamos disfrutando del ocio, los viajes y el trabajo voluntario, lejos ya de ataduras laborales, compromisos, horarios y botas de superiores sobre la cabeza. Libres, al fin, de servidumbres profesionales, y dueños postreros de nuestras vidas, tras pasar más de tres décadas bregando por el sueldo.

Dependientes sólo de aquello que nos complace y pendientes de que los pactos de Toledo no nos expulsen de la sociedad limitada que hemos creado con quien nos ha convenido, vamos por la vida con la experiencia en bandolera, sin pensar mucho en el golpe de silencio que a todos nos espera, pasaporte con rúbrica de eternidad que nos mandará al paro definitivo.

Los ordenadores, «e-milios», teléfonos móviles, ipades, ipodes y emepetreses, han llegado a nosotros con retraso, pero sabemos competir con los jóvenes en su manejo, mientras que ellos nunca conocerán los juguetes de cuerda, las máquinas de escribir, los “capones” colegiales, el brasero de cisco, la marmita de barro, los sabañones, la lucha contra la dictadura, los “grises”, el “parte”, los guateques, el rosario en familia, los juegos callejeros, el hambre y la lucha por la supervivencia.

Los sexagenarios no envidiamos a la juventud porque la satisfacción del momento presente nos priva de la nostalgia, y el gozo de la libertad cortapisa el deseo de retorno al tiempo pasado. Es el recuerdo de los esfuerzos realizados durante muchos años y la lucha por la vida, quienes hacen imposible el deseo de volver a ellos.

Ilustrados de experiencia, sonreímos interiormente cuando el ignorante atrevimiento de los jóvenes nos da consejos, sin percibir que el camino por donde ellos van ahora perdidos, es sobradamente conocido por nosotros.