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NEGRA INTRAHISTORIA VIAJERA

NEGRA INTRAHISTORIA VIAJERA

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Muchos acontecimientos difundidos sobre ciertos aspectos relacionados con experiencias humanas, no cuentan la realidad escondida en renglones ocultos de las páginas de la vida, que permanecen inexistentes para quienes no han tenido oportunidad de ver la cara oculta de los hechos que se esconden en el reverso del incompleto relato divulgado.

Tal es el caso de los viajes turísticos a otras tierras, mares y cielos alejados del lugar de origen, ofrecidos en seductores folletos publicitarios de agencias, donde se muestran personas felices sonriendo con mar de fondo acompañado de placenteras estampas exclusivas, paradisíacas playas, obras de arte, edificios singulares, exóticas comidas, lujosas estancias y guías-acompañantes eruditos y protectores.

Pero esa realidad esconde otra verdad protagonizada por gamberros impertinentes que molestan a los viajeros, exceso de comida abandonada en los platos camino del basurero, noctámbulos ebrios perturbando el descanso ajeno, pugna por conseguir el metro cuadrado de playa y codazos recibidos sin miramiento en la captura del rancho-buffet, para satisfacer incontrolable gula depredadora y despilfarradora.

Tales brochazos propinados por el ruidoso, minoritario e incontrolable grupo de vándalos apátridas infiltrados en rutas y hoteles, embadurnan el rostro justo, amable y necesario de la socialización lograda de bienes reservados tradicionalmente a una clase social privilegiada, no mereciendo estos descerebrados disfrutar de tal conquista, aunque tengan dinero para conseguir la entrada a un espacio inmerecido por ellos.

A la pesimista intrahistoria viajera protagonizada por tales berzas indocumentados, cabe añadir los escandalosos precios de la hostialería turística, las colas interminables de acceso a espacios singulares, los timadores de guante blanco que asedian sin reparo, las cansinas esperas para innumerables controles, el incumplimiento de programas o los abusivos cambios de moneda, por citar algunas caras ocultas que los optimistas desinformados censuran a quienes las denuncian, llamándoles pesimistas amargados, y permitiendo con su silencio la impunidad de tales hechos, sin que los depredadores del bienestar, los abusadores del ocio y los explotadores de la necesidad, reciban el castigo que merecen.

POZO DE LAS NIEVES

POZO DE LAS NIEVES

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Los amantes de la intrahistoria unamuniana salmantina tienen una ventana donde asomarse a ella, llevados por la encantadora y sabia mano de la arqueóloga Elvira en el rotulado “Pozo de la Nieve”, que nuestro querido Jotamar enmienda, advirtiendo que debe titularse “de las nieves”, porque es donde se cogían las nieves procedentes de las sierras de Béjar y Candelario, traídas al galope a tal Pozo de la Vida en carretas nocturnas aisladas con paja, para ser conservada y compactada sobre capas de 40 centímetros de espesor durante el invierno, con el fin de que los salmantinos pudieran conservar los alimentos y medicinas en verano, pagando una pequeña cantidad por ello.

Espacio de visita obligada para todos los charros amantes de la historia local, donde puede recrearse el espíritu entre pasadizos subterráneos del antiguo convento de San Andrés, siete picones inéditos de la muralla y el singular “frigorífico” de la ciudad, en tres discursos históricos complementarios de la piedra que habla con humilde sabiduría.

Asombro de la “parrilla” que horada la tierra hasta el “lago” donde se llega por secretos túneles del “pequeño Escorial” desaparecido, junto a restos de la antigua muralla medieval de la ciudad que permiten observar los avatares sufridos por ella a lo largo del tiempo, junto a la “cocina” abovedada del convento, en la que un grupo de padres dominicos elevó al cielo su gregoriano canto hace unas semanas en homenaje a los frailes que en él vivieron.

Este paseo por la mitológica Salamanca perforada de túneles y galerías subterráneas concluye en los restos de la torre noroeste del convento de San Andrés que fue casa de peón caminero y taller de electricidad del automóvil, hasta que los sucesivos ayuntamientos salmantinos decidieron recuperar esa página de nuestra historia, que ha culminado el actual consistorio con sabio y afortunado criterio.

Visitar el Pozo de las Nieves con amigos de Unamuno es placer añadido, pues a las doctas explicaciones Elvira, se añadieron acertadas preguntas y oportunos comentarios del geólogo Emiliano y el periodista Jotamar, enriqueciendo con sus intervenciones la historia salmantina que compartimos durante las dos horas y media que duró la visita.

CONSERVADORES

CONSERVADORES

Como saben los lectores, cuando deseamos mantener inalterable un alimento, lo ponemos en conserva. Esto se hace envasándolo herméticamente en recipientes de metal o vidrio, a los que se añaden unas sustancias que retrasan su deterioro, llamadas conservantes.

Pero no quiero hablar de estos productos, sino de otros conservantes sociales llamados conservadores, – facción más dura del tradicionalismo-, que pretenden mantener todo como está, menos su patrimonio personal, al que alimentan con la voracidad de las pirañas  hasta donde permite la abombada lata del botulismo político.

Los conservadores mantienen las estructuras vigentes, defendiendo obsesivamente los valores tradicionales. Es decir, intentan enlatarnos a todos en el mismo bote donde ellos se aglutinan, privándonos de la aventura de la vida. Les gustaría conservarnos dormidos, en estado de hibernación, sin estimular acicates para una rutinaria existencia, tan monótona y aburrida, como la suya.

Estos inmovilistas activos presumen de ser personas de orden y luchan por mantener intocable el desorden establecido enfrentándose con uñas y dientes a quienes pretenden instituir un nuevo desorden, ignorando que nada hay inmutable ni perfecto en esta desordenada vida, que cumple inexorablemente el principio entrópico de llevar a la humanidad hacia el caos más absoluto, desde el quijadazo de Adán.

A tales sujetos le tiemblan las piernas ante un cambio ideológico, porque el desorden político o religioso socava los cimientos infantiles donde asientan la seguridad eterna en la que pretenden complacerse, sin cuestionar los méritos del equipaje doctrinario que le cargaron a la espalda en su infancia, con vocación de eternidad.

Estos ideólogos del continuismo y defensores de la parálisis social no distinguen bien lo permanente – que no existe -, de lo mutable, – que es todo -, y se afanan en estigmatizar a sus descendientes con el bálsamo dogmático de una verdad generacional basada en la tradición más obsoleta.

Ello es así porque desconocen el mérito de la aventura vital y no saben que la existencia se justifica precisamente en la novedad que nos depara cada amanecer, porque no hay porvenir para quien teme a los irracionales miedos infantiles que les produce la oscuridad.

Sólo el que sea capaz de saltar por encima del miedo ganará el futuro.

Por eso el devenir pertenece a los jóvenes rebeldes y rompedores de esquemas, y no a los timoratos continuistas. Si los grandes hombres de la historia hubieran sido conservadores nunca habrían llegado a ser grandes hombres, el mundo no sería el que es, y estaríamos aún moviéndonos en taparrabos por las cavernas.

Quiero deciros, amigos de este blog, que las personas de orden son incapaces de sobrevivir a las cosas imprevistas o indeterminadas. Lo que a muchos horroriza, complace a los conservadores que gustan saber de antemano lo que va a suceder, sin darse cuenta que ese conocimiento arruina su vida, porque nadie goza conociendo el desenlace de un suceso previsto, sobre todo si se trata del momento de su muerte.

Los guardianes del actual desorden viven de espaldas a la intrahistoria, pensando siempre que algo malo va a suceder si se produce un desorden nuevo en la corteza social, porque temen lo que pueda ocurrir dentro de ella, al estar más atentos a las formas convencionales que a la pulpa alimenticia que pretenden conservar a toda costa.

Por eso reducen su vocabulario al grito de: ¡¡tradición!!, como hacía el lechero del violinista. El temor a los cambio les produce angustia y un insomnio imposible de aliviar con los mismos somníferos que aletargan sus rancias creencias, oscuros pensamientos y monolíticas ideologías.

Por eso no sonríen. Por eso vaticinan las mayores catástrofes ante el menor intento renovación. Por eso tienen un miedo incontrolable a lo que puede suceder mañana. Por eso defienden lo que han heredado. Por eso no cuestionan la verticalidad del horizonte. Por eso tú y yo, lector, seguimos sin comprender que puedan existir – ¡y hay muchos! –  jóvenes conservadores.