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CONSERVADORES

CONSERVADORES

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Cuando deseamos mantener inalterable un alimento, lo ponemos en conserva. Esto se hace envasándolo herméticamente en recipientes de metal o vidrio, a los que se añaden unas sustancias que retrasan su deterioro, llamadas conservantes. Pero no quiero hablar de estos productos, sino de otros conservantes sociales llamados conservadores, – facción más dura del tradicionalismo -que pretenden mantener todo como está, rechazando los cambios con ferocidad de gladiadores romanos.

Los conservadores mantienen las estructuras vigentes, defendiendo obsesivamente los valores tradicionales. Es decir, intentan enlatarnos a todos en el mismo bote donde ellos se aglutinan, privándonos de la aventura de la vida. Les gustaría conservarnos dormidos, en estado de hibernación, sin estimular acicates para una rutinaria existencia, tan monótona y aburrida, como la suya.

Estos inmovilistas presumen de mantener intocable el orden establecido enfrentándose con uñas y dientes a quienes pretenden instituir un nuevo orden, ignorando que nada hay inmutable ni perfecto en esta desordenada vida, que cumple inexorablemente el principio entrópico de llevar a la humanidad hacia el caos más absoluto. A tales sujetos le tiemblan las piernas ante un cambio ideológico, porque socava los cimientos infantiles donde asientan la seguridad eterna en la que pretenden complacerse, sin cuestionar los méritos del equipaje doctrinario que le cargaron a la espalda en su infancia con vocación de eternidad.

Los ideólogos del continuismo y defensores de la parálisis social no distinguen bien lo permanente – que no existe -, de lo mutable, – que es todo -,  y se afanan en estigmatizar a sus descendientes con el bálsamo dogmático de una verdad generacional basada en la tradición más obsoleta. Ello es así porque desconocen el mérito de la aventura vital y no saben que la existencia se justifica precisamente en la novedad que nos depara cada amanecer. Sólo el que sea capaz de saltar por encima del miedo ganará el futuro. Por eso el devenir pertenece a los jóvenes rebeldes y rompedores de esquemas, y no a los timoratos continuistas. Si los grandes hombres de la historia hubieran sido conservadores nunca habrían llegado a ser grandes hombres, el mundo no sería el que es, y estaríamos aún moviéndonos en taparrabos por las cavernas.

Los guardianes de la tradición viven de espaldas a la historia, pensando siempre que algo malo va a suceder si se produce un desorden en la corteza social, porque están más  atentos a las formas convencionales que a la pulpa alimenticia que nos sustenta. Por eso reducen su vocabulario al grito de: ¡¡tradición!!, como hacía el lechero cinematográfico.

El temor a los cambio les produce angustia y un insomnio imposible de aliviar con los mismos somníferos que aletargan sus rancias creencias, oscuros pensamientos y monolíticas ideologías. Por eso vaticinan las mayores catástrofes ante el menor intento renovación. Por eso tienen un miedo incontrolable a lo que pueda suceder mañana. Por eso defienden lo que han heredado. Por eso no cuestionan la verticalidad del horizonte. Por eso vosotros y yo, queridos lectores que conozco, seguimos sin comprender que puedan existir – ¡y hay muchos! –  jóvenes conservadores.

CONSERVADORES

CONSERVADORES

Como saben los lectores, cuando deseamos mantener inalterable un alimento, lo ponemos en conserva. Esto se hace envasándolo herméticamente en recipientes de metal o vidrio, a los que se añaden unas sustancias que retrasan su deterioro, llamadas conservantes.

Pero no quiero hablar de estos productos, sino de otros conservantes sociales llamados conservadores, – facción más dura del tradicionalismo-, que pretenden mantener todo como está, menos su patrimonio personal, al que alimentan con la voracidad de las pirañas  hasta donde permite la abombada lata del botulismo político.

Los conservadores mantienen las estructuras vigentes, defendiendo obsesivamente los valores tradicionales. Es decir, intentan enlatarnos a todos en el mismo bote donde ellos se aglutinan, privándonos de la aventura de la vida. Les gustaría conservarnos dormidos, en estado de hibernación, sin estimular acicates para una rutinaria existencia, tan monótona y aburrida, como la suya.

Estos inmovilistas activos presumen de ser personas de orden y luchan por mantener intocable el desorden establecido enfrentándose con uñas y dientes a quienes pretenden instituir un nuevo desorden, ignorando que nada hay inmutable ni perfecto en esta desordenada vida, que cumple inexorablemente el principio entrópico de llevar a la humanidad hacia el caos más absoluto, desde el quijadazo de Adán.

A tales sujetos le tiemblan las piernas ante un cambio ideológico, porque el desorden político o religioso socava los cimientos infantiles donde asientan la seguridad eterna en la que pretenden complacerse, sin cuestionar los méritos del equipaje doctrinario que le cargaron a la espalda en su infancia, con vocación de eternidad.

Estos ideólogos del continuismo y defensores de la parálisis social no distinguen bien lo permanente – que no existe -, de lo mutable, – que es todo -, y se afanan en estigmatizar a sus descendientes con el bálsamo dogmático de una verdad generacional basada en la tradición más obsoleta.

Ello es así porque desconocen el mérito de la aventura vital y no saben que la existencia se justifica precisamente en la novedad que nos depara cada amanecer, porque no hay porvenir para quien teme a los irracionales miedos infantiles que les produce la oscuridad.

Sólo el que sea capaz de saltar por encima del miedo ganará el futuro.

Por eso el devenir pertenece a los jóvenes rebeldes y rompedores de esquemas, y no a los timoratos continuistas. Si los grandes hombres de la historia hubieran sido conservadores nunca habrían llegado a ser grandes hombres, el mundo no sería el que es, y estaríamos aún moviéndonos en taparrabos por las cavernas.

Quiero deciros, amigos de este blog, que las personas de orden son incapaces de sobrevivir a las cosas imprevistas o indeterminadas. Lo que a muchos horroriza, complace a los conservadores que gustan saber de antemano lo que va a suceder, sin darse cuenta que ese conocimiento arruina su vida, porque nadie goza conociendo el desenlace de un suceso previsto, sobre todo si se trata del momento de su muerte.

Los guardianes del actual desorden viven de espaldas a la intrahistoria, pensando siempre que algo malo va a suceder si se produce un desorden nuevo en la corteza social, porque temen lo que pueda ocurrir dentro de ella, al estar más atentos a las formas convencionales que a la pulpa alimenticia que pretenden conservar a toda costa.

Por eso reducen su vocabulario al grito de: ¡¡tradición!!, como hacía el lechero del violinista. El temor a los cambio les produce angustia y un insomnio imposible de aliviar con los mismos somníferos que aletargan sus rancias creencias, oscuros pensamientos y monolíticas ideologías.

Por eso no sonríen. Por eso vaticinan las mayores catástrofes ante el menor intento renovación. Por eso tienen un miedo incontrolable a lo que puede suceder mañana. Por eso defienden lo que han heredado. Por eso no cuestionan la verticalidad del horizonte. Por eso tú y yo, lector, seguimos sin comprender que puedan existir – ¡y hay muchos! –  jóvenes conservadores.