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DESOBEDIENCIA DEBIDA

DESOBEDIENCIA DEBIDA

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Los funcionarios civiles y militares alegan “obediencia debida” para limpiar sus culpas al cometer actos ilegales, con el fin de quedar exonerados de responsabilidades por su mal comportamiento, evitar condenas judiciales y librarse de sanciones disciplinarias al cometer delitos, por acatamiento de órdenes superiores.

Igualmente, aunque los códigos civiles y militares no lo contemplen, existe una “desobediencia debida” recogida en el código de justicia moral, que exime de responsabilidades a los ciudadanos en el ejercicio de este derecho moral, cuando se niegan a cumplir órdenes superiores que contravengan su conciencia y la ética social dominante.

Contraviniendo los versos de Calderón de la Barca, en este momento y aquí la más principal hazaña no es obedecer disciplinadamente todo mandato de la autoridad, sino aquellas órdenes que no atenten contra la dignidad humana, el respeto ciudadano, la libertad común y la ética colectiva.

A la autoridad se debe obediencia, pero siempre que sus dictados se correspondan con lo establecido en la moral ciudadana y no perjudiquen injustamente a los afectados por instrucciones arbitrariamente dictadas, gratuitamente establecidas y sin explicaciones humanamente comprensibles por el cerebro humano que sustenta la razón de los seres vivos que la tienen.

El propio Gandhi decía que «cuando una ley es injusta, lo correcto es desobedecerla”, porque el acatamiento a la autoridad tiene un límite y no excluye la crítica a los decretos inconvenientes y el rechazo a órdenes abusivas, quedando autorizados al incumplimiento de las mismas.

También Santo Tomás de Aquino dijo que la promulgación de una ley no es su sola publicación, sino su justificación, explicación y buen sentido, porque a nadie que tenga conciencia de sus actos y de la ley, se le puede pedir que obedezca ciegamente al que mande, por el solo hecho de que lo diga el que manda.

ESTOY AVERGONZADO

ESTOY AVERGONZADO

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Mi estado de ánimo ha pasado por distintas fases agudas de intensidad variable, evolucionando desde la discrepancia a la indignación, pasando por la queja, el vituperio y la incitación a la rebeldía. Ahora me encuentro en un estado nunca imaginado y desconocido en sesenta y cinco años, debido a las despreciable imágenes que impresionan mi retina.

Pasar la tijera por donde no hay nada que cortar, mientras que políticos y banqueros se parapetan bajo el paraguas de salarios desmedidos, indemnizaciones escandalosas, pensiones vitalicias y privilegios inmerecidos, hiere el espíritu más insensible, porque al mismo tiempo que masacran derechos intocables de los vecinos condenan al pueblo a remar en galeras, descalifican a los funcionarios, humillan a los médicos, desprestigian a los profesores, irritan a los militares, ofenden a jueces y fiscales, desprecian a los parados y obligan a los cuerpos de seguridad a reprimir violentamente al pueblo que defiende sus intereses.

Estoy avergonzado de ver trabajadores en la morgue del suicidio, por carecer de lo más elemental para la supervivencia.

Estoy avergonzado de ver a titulados universitarios buscando restos de alimentos en los contenedores de basura de los supermercados.

Estoy avergonzado de ver a jóvenes adultos deprimidos y condenados a la humillante dependencia familiar por falta de trabajo.

Estoy avergonzado de ver el ensañamiento que emplean algunos policías en reprimir a los vecinos que piden trabajo, pan y justicia.

Estoy avergonzado de ver a los médicos entrar en los hospitales con la fiambrera bajo el brazo, dispuestos a trabajar durante veinticuatro horas seguidas por nuestra salud.

Estoy, en fin, avergonzado de vivir en un país gobernado desde hace muchos años por politiqueros de tres al cuarto cuyo mérito no pasa de lucir gaviotas o rosas en la solapa.