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DESPERDICIO DE PLACERES

DESPERDICIO DE PLACERES

Paseando por la Plaza Mayor con mi buen amigo Manolo, – rival en el tapete verde donde golpea con órdagos mis humildes “pares” y me quita la mano con un farol a “juego” -, me contaba ayer el placer que sintió cuando pudo beber un vaso de agua después de pasar diez días alimentándose con un gotero en el brazo, tras sufrir una delicada operación quirúrgica.

Hablamos largamente sobre ese pequeño gran placer, despreciado por él durante toda su vida. Y puedo deciros que oírle expresar las sensaciones que tuvo cuando dio el primer trago al vaso de agua tras levantarle el cirujano la prohibición de hacerlo, merecería un tratado sobre hedonismo, difícil de imaginar.

El regocijo de Manolo tiene su origen en la rutinización inconsciente que hacemos de muchas acciones, lo cual nos impide degustar los placeres que representan.  Fruiciones que despreciamos a diario hasta que carecemos de oportunidades para gozarlas.

El hábito de movernos de un lugar a otro sin dificultad alguna, nos impide disfrutar del placer de hacerlo hasta que un accidente nos cierra el paso. Sólo después de recuperar la movilidad perdida somos capaces de complacernos en algo tan simple como dar unos pasos sin ayuda de muletas o lazarillo.

Contemplar un paisaje, leer un libro o ver el rostro de las personas que amamos, no merece nuestra estimación hasta que el oftalmólogo no retira el velo de la catarata que nos impide ver lo que hasta entonces no estimábamos.

La simpleza de oír la música de nuestra preferencia en el momento que deseamos, no llega deleitarnos debidamente hasta superar la sordera que nos impedía gozar de melodías deseadas.

Disfrutemos, pues, amigos, mientras podamos, de los placeres que despreciamos a diario, sin dar oportunidad al infortunio para que sea éste quien nos lleve a gozar de los pequeños recreos que pasan cada día desapercibidos a nuestros sentidos, porque la vida es breve, única e irrepetible, y desaprovechar un minuto de felicidad es el principal pecado que cometemos contra nosotros mismos y la mayor penitencia que soportamos.

Broncas, las menos posibles. Enfados familiares, directos a la papelera. Reproches innecesarios, al rincón del olvido. Y mala memoria para lo despreciable, el camino al bienestar personal. Ya se encargará la vida, sin ayuda de nadie, ni consulta previa, de retirarnos el sorbo de felicidad que cada día nos corresponde.