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LA LLEGADA DEL FELÓN

LA LLEGADA DEL FELÓN

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La historia cambia mucho según quien nos la cuente, pero en el caso del rey nacido en El Escorial el 14 de octubre de 1784, es unánime el calificativo de felón que le atribuyen todos los historiadores, porque las felonías realizadas por Fernando VII le hacen acreedor de tan merecido sobrenombre.

Personaje de nefasta memoria, que puso a los españoles bajo la suela de su bota, clavando espuelas de absolutismo en la carne dolorida de los ciudadanos, mientras convertía España en un cortijo privado y al pueblo en rebaño custodiado por sus mastines.

Ocupó el trono amotinándose en Aranjuez contra su padre Carlos IV, disfrazando el derrocamiento de abdicación, y terminó su reinado metiendo a los españoles en la primera Guerra Carlista, al sentar a su hija Isabel en el trono tras promulgar la Pragmática Sanción.

En medio de todo ello: traiciones al pueblo, derogación de la Constitución de Cádiz, abusos reales, absolutismo desmedido, eliminación de libertades, miserables venganzas, ruina económica y persecución a demócratas, apoyado por una pandilla de caciques aduladores que sólo buscaban su propio beneficio al lado del monarca.

Entre el sexenio absolutista y la década ominosa, el teniente coronel Riego abrió las puertas al Trienio Liberal, apoyado cínicamente por el felón con la mano derecha, mientras por la izquierda conspiraba para restablecer el absolutismo, hasta lograrlo en 1923 con ayuda de los Cien Mil Hijos de San Luis.

Fue don Fernando VII baldón histórico, oprobio del pueblo español y borbón antecesor de nuestro monarca don Juan Carlos I, rey de España por la gracia del general Franco, que vino al mundo con el nombre de Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias, dos veces Borbón para que no hubiera dudas de su procedencia.

¡VIVA LA PEPA!

¡VIVA LA PEPA!

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En plena Guerra de la Independencia, con la ciudad de Cádiz asediada por las tropas del emperador gabacho, bombardeada y sufriendo una epidemia de fiebre amarilla que diezmaba la población, se reunieron los intelectuales y políticos de la Junta Suprema Central para tomar las riendas del país, liquidar el antiguo régimen y abrir las puertas a una nueva organización del Estado.

Esto sucedió el 19 de marzo de 1812, cuando el Corte Inglés no había ordenado todavía la celebración de la jornada paterna y los “pepes” ya celebraban su santo, recordando al santo varón que aceptó complacido el embarazo de su mujer por obra y gracia de una espiritual paloma, sin decir palabra ni hacer caso a las murmuraciones de los vecinos.

En la “tacita de plata” agujereada por los disparos y perforada por bayonetas caladas, se reunieron los padres de la patria para dar a luz la primera Constitución española, – muy progresista ella para la época -, que basaba su doctrina en la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, como el heredero del abyecto “Indeseado” nos recordó en Nochebuena.

Carta Magna que consagraba derechos fundamentales como la libertad, la educación y la propiedad, al tiempo que separaba los poderes del Estado, proclamaba el sufragio universal masculino, establecía la monarquía constitucional y acababa con los señoríos.

Pero en los diez grandes Títulos de la Pepa no se reconocían derechos a las mujeres, se consagraba la confesionalidad católica del Estado, se prohibía cualquier otra religión y, lo que es más importante, el rey era rey “por la gracia de Dios”, un Dios muy gracioso y simpático que dos años después sentó en el trono al felonazo de Fernando VII, que se llevó por delante la pobre Pepa de una patada, para mantener el poder absoluto que la Constitución le negaba.