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FIESTA MATANCERA FAMILIAR

FIESTA MATANCERA FAMILIAR

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matanza

Un año más, en señor Cayo revivido en mi sabio amigo Poli me ha invitado a su matanza familiar, para celebrar juntos el rito ancestral que a los cebones les llega por San Martín, desde hace cinco mil años cuando los antiguos celtas hicieron del jabalí doméstico su alimento de subsistencia, embuchando en las tripas del animal quince arrobas de carne cruda aderezada con ancestral sabiduría.

Tradicional empeño doméstico exigido por la despensa familiar, donde las mujeres llevan la peor parte en la tarea colectiva que realizan felizmente unidos padres, hijos, parientes, amigos y vecinos, a la que se suma algún intruso como ha sido mi caso, colaborando solamente al consumo de madrugadores rosquillos con aguardiente para ahuyentar las polillas, y al refrigerio mediamañanero colesterolizado con chorizo, torreznos, morcilla, queso y farinato, regado con vino y amena conversación, antes de la principal colación a base de carrilleras, liebre con patatas, dulces caseros y un kilo de omeprazol.

En medio de tanto trajín manual y gastronómico llegó el veterinario para salvar de hoguera y enterramiento a los cuatro gorrinos que el matarife había llevado con certero puntillazo en la yugular al valle de Josaphat, para encarnarse en un futuro con los humanos que degusten el jamón y chorizo que allí quedaron vistos para sentencia de gastrónomos sin escrúpulos alimenticios ni problemas vasculares.

Herederos del esportillo, cesto de pleita, cobertera, lebrilla y trébedes hicieron su trabajo los sustitutos, especialmente el butano que reemplazó a las gavillas de aliagas para el socarrado porque el gas alivia el trabajo y reduce el tiempo, utilizando los ayudantes palas y cuchillos raspadores para desprender la piel más superficial y «afeitar» el pelo del animal.

Colgado luego el puerco cabeza abajo, el matachín comenzó su tarea abriéndolo en canal y depositando las tripas en un arnero para que las mujeres las limpiaran con esmero y dedicación, desechándose la vejiga para las zambombas que previamente los niños inflaban antiguamente para jugar con ella, mientras se realizaba el vaciado, oreo, despiece, adobado y embuchado de la carne.

VERLOS CRECER

VERLOS CRECER

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Comienzan trayendo esperanzas a nuestros corazones enamorados, cuando apenas son proyectos en la corona del predictor a la espera de hacerse realidad en la cuna familiar, tras verlos nacer con dichosos ojos enlagrimados que parpadean campanas de gloria para celebrar su venida a la paz doméstica, perturbada por sus primeros llantos angelicales.

Luego se les ve estirar el cuerpo a golpes de carreras, toboganes y juegos en los parques infantiles en medio del griterío, y llegar a casa embadurnados camino de la bañera, antes de escribir la carta a los magos de Oriente y saltar sobre la cama en la madrugada de Reyes con los ojos asombrados del prodigioso milagro evangélico.

Van de la mano a la escuela, dejando el tedio de las tardes domingueras y la pereza madrugadora de los lunes, renaciendo en ellos la sonrisa con el saludo de “la seño”, complaciéndonos años después al verlos abandonar las cartillas escolares en la incierta adolescencia que remueva su cuerpo, alertando una incipiente juventud que se antoja turbulenta sin remedio.

Comienza luego a tornarse melancólica nuestra mirada con sus primeras agitaciones amorosas al borde de los libros universitarios, y nuevas lágrimas de felicidad abren el espacio a los títulos académicos, preludio del encuentro definitivo con nuevos hijos que se añaden a la espiga familiar tras gozosos esponsales.

Finalmente, sólo queda verlos crecer hacia la madurez de la vida manteniéndonos ocultos entre bambalinas, porque el mundo ya les pertenece, por mucho que alarguemos el cordón umbilical y persistamos en el empeño de ampararlos bajo el techo del amor eterno, protector de errores que a ellos corresponde enmendar, con nuestra mano tendida y el arnés en bandolera.

Ahora toca recoger la cosecha sembrada con atención diaria, generosidad desprendida y sacrificio ermitaño, alimentando el alma con pan candeal de amor bienaventurado, como sucedió ayer a mis pupilas acuosas de felicidad, viéndolos crecer juntos y luchar por un empeño común, alzándola él en la sombra para que ella recibiera honores académicos, tras largos años de trabajo silencioso y noches tardías de insomnio en vísperas de la unanimidad otorgada con alabanzas y laureles.

ECHAR DE MENOS

ECHAR DE MENOS

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Sin cita previa ni aviso anticipado, se han apoyado en el alféizar de mi ventana recuerdos embalsamados en sepia verdecida por los años, llegados con vocación de permanencia y esperanza de resurrección, vivificada en atardeceres otoñales cargados de nostalgias redentoras, para advertirme de todo aquello que dejé abandonado en el tiempo al borde del camino,  obligándome a echar menos cuanto me hizo feliz en el pasado.

Tarea agridulce es revivir encuentros, abrazos, tertulias, viajes, canciones y copas nocturnas en domésticas estancias, con personas hoy alejadas por azares de la vida e infortunios irreversibles, que elevan mi ánimo y destilan suspiros ante el inevitable discurrir de la historia personal de cada cual.

Echo de menos las voces de los que partieron, la compañía de quienes no son aquello que fueron y el apoyo fiel de los desaparecidos. Echo de menos lo que fui y no volveré a ser, lo que tuve y ya no tengo, pero me estimula lo que espero alcanzar y todo lo que está por venir. Echo de menos hermosas historias compartidas, gozosas bienvenidas, lágrimas conmovidas, cunas adormecidas, nieves encumbradas, paraísos infantiles y eternas despedidas envueltas en amorosos pañuelos blancos.

Sabiendo que la realidad no fue como ahora la sueño revivida, porque es más fácil embellecer el pasado que predecir el futuro, mantengo la certeza en que la despedida eterna anticipe los golpes del badajo en las espadañas de la vida y la resurrección sea una quimera del catecismo.

Pero guardo todos los recuerdos felices en el rincón más profundo del alma, donde se refugia mi desconsuelo, cuando la vida se empeña en hacerme ir por caminos pedregosos y los cardos sustituyen los pétalos en los floreros, sin dar tiempo a que la esperanza en la resurrección ocupe el espacio que le corresponde, para redimirme del dolor de echar de menos.

Mantengo la certeza familiar y los besos de mis dioses embalsamados en la amarga certidumbre de saber que el mayor aprecio a las personas que amo cobrará superior fuerza cuando las eche de menos y lamente con dolor irredimible el tiempo perdido y las oportunidades de felicidad que desprecié junto a ellos, cuando estuvieron conmigo.

INDISCIPLINA

INDISCIPLINA

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Disciplina, de discipulina, es originariamente la instrucción que recibe un discípulo para aprender un oficio o para cumplir una norma de conducta. Pero esto ha derivado con el tiempo hacia su vertiente más negativa convirtiéndose en la ejecución forzada de una orden, obligando a que ésta se cumpla por encima de todo, empleando incluso la violencia cuando lo considere necesario quien da las órdenes, y sancionando a quien no satisface la voluntad del ordenante.

Cuatro disciplinas dominan sobre las demás: la militar, exigida por el código  que lleva ese nombre; la social impuesta por las leyes ordinarias; la escolástica dictada por los reglamentos docentes; y la doméstica, que hasta mi generación estaba impuesta por los padres, siguiendo una tradición de siglos. Todas ellas colaborando al buen orden social, castrense, docente y familiar, que beneficiaba a políticos, militares, profesores y progenitores.

¿Debe seguir siendo así en tiempo de crisis, abusos, desahucios, depredación y mentiras?¿Deben seguir los articulados obligando al cumplimiento ciego de mandatos superiores, sin consultar al obediente subordinado ni darle la oportunidad legal de negarse a cumplir una orden emitida, por descabellada que ésta sea?

Obsérvese lo peligroso de esta regla de juego universalmente admitida, que da poder omnímodo a unos individuos sobre otros para decidir sobre las vidas ajenas, usurpando voluntades y mutilando la libertad de conciencia.

Un militar español golpista advirtió que la disciplina reviste su verdadero valor cuando el pensamiento aconseja lo contrario de lo que se nos manda, cuando el corazón pugna por levantarse en íntima rebeldía o cuando la arbitrariedad o el error van unidos a la acción del mando. ¡Toma ya! Obedecer ciegamente es la esencia de semejante disciplina.

Si a un jefe se le ocurre enviar a los vecinos al matadero de una guerra sin sentido, las esposan compran velos negros, ponen crespones en las fotografías y los huérfanos pespuntean brazaletes negros en las chaquetas.

Si a un delegado del gobierno se le ocurre dar la orden de apaleamiento contra indefensos ciudadanos, los guardias desenvainan las porras y cargan las escopetas engomadas contra quienes defienden pacíficamente su futuro.

Si un profesor dicta órdenes caprichosas a los alumnos, comete tropelías didácticas, abusa del poder, exige lo que no corresponde y hace de la clase su sayo, pues nada: a obedecer.

En todo articulado normativo no existe un solo renglón dedicado a justificar la «desobediencia debida», pero hay muchos que liberan de culpa a los infractores alegando “obediencia debida”. Se trata de obedecer por encima de todo. De someterse a las órdenes del “comandante”, sin que ningún legislador haya reparado en el riesgo que corre la sociedad si el mandamás carece de seso para dar órdenes por mucho sexo que le sobre.

Tal vez ha llegado el momento de liberar las conciencias personales y apostar por la indisciplina y la solidaridad, si queremos sobrevivir.