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ESTILO, HUMILDAD, AUTOCRÍTICA Y VERDAD

ESTILO, HUMILDAD, AUTOCRÍTICA Y VERDAD

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Me complacen las actitudes de buen gusto social ajenas a la pacatería,  que se ven reflejadas en gestos y posturas naturales sin afectación alguna, ni extravagante apariencia alejada de la normalidad exigida por la audiencia. Por eso, no acepto ver a un líder político acomodado en un sillón con altanera postura, como si estuviera en una taberna con amigos tomando cervezas y entonando La Estaca, que a muchos nos dejó afónicos en nuestra juventud, cuando él no había nacido.

Apuesto por el diálogo respetuoso, la exposición de ideas, el debate civilizado y la voluntad de entendimiento con el discrepante, convencido de que nadie tiene patente de propiedad exclusiva sobre la inexistente verdad absoluta. Por eso, no acepto la descalificación del adversario y rechazo el insulto como argumento, por muy lejos que me encuentre de la falsedad ofensiva que el oponente exponga en «pantuflas» domésticas.

Defiendo la palabra sincera, la incuestionable verdad, la aceptación de críticas, la valiente autocrítica y la complicidad con amigos hasta el límite del error cometido por ellos que no se debe encubrir, por noble que sea el proyecto que les une y entrañable el afecto compartido con el profesor Íñigo y el asesor gubernamental Juan Carlos. Por eso, repudio el insulto colectivo al sentido común de la ciudadanía con justificaciones injustificables, el “prietas las filas”, la defensa de lo indefendible, la ambigüedad en las explicaciones y los tradicionales argumentos mantenidos por los encastados, que reproducen quienes pastaban hace meses en el campo social, libres de marcas de herradero, con trapío y bravura, pero sin encaste político.

Pido, pues, estilo, humildad, autocrítica y verdad al posible presidente del Gobierno, porque tendrá que representarnos también a quienes «podemos» votarle apostando por el respeto, la sencillez, la autocensura y la sinceridad, detestando la chulería, el insulto, la prepotencia, el encubrimiento y la mentira.

CHAVAL, DEDÍCATE A OTRA COSA

CHAVAL, DEDÍCATE A OTRA COSA

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Cuando en 1955 Gabriel García Márquez presentó a un editor argentino el original de “La hojarasca”, este “profeta” le dijo a Gabo: “Chaval, dedícate a otra cosa”, cometiendo un error del que estuvo arrepintiéndose hasta su muerte. Bien, pues espero no equivocarme tanto como el editor, diciéndole eso mismo al autor de un libro que se ha presentado recientemente en una sala mancillada por las palabras contenidas en dicho texto.

No me refiero a palabras gruesas, blasfemias o groserías, sino a expresiones carentes de la mínima calidad literaria exigida para justificar las páginas indigeribles que conforman el libro, haciendo imposible mi esfuerzo por pasar de las setenta y tres primeras, lo que me inhabilita para escribir la reseña que me han pedido.

Oscurece sus páginas la escasez del vocabulario empleado y la vulgaridad del lenguaje en ellas exhibido, unido a múltiples errores ortográficos, repetición de nexos, chabacanería expresiva, pedestres descripciones, pobreza léxica, verbos polisémicos, sustantivos genéricos, redundancias, adjetivaciones inexpresivas y epítetos tópicos, que hacen olvidar los continuos errores históricos que figuran en esta novela, pretendidamente ilustrativa de la historia personal de un maestro singular.

Considero que la tarea de escribir es ardua, dura, sacrificada y difícil, muy difícil. Pienso que un escritor no se improvisa en horas veinticuatro y que la biografía de un personaje no pasa en una noche de las musas al teatro editorial. Estimo que el oficio de escritor demanda vasta erudición, incansables lecturas, talento creativo, dominio de la lengua, conocimientos gramaticales, instrucción ortográfica y, sobre todo, respeto a los lectores que van a dedicar su tiempo al libro, porque nada hay que valga más que el tiempo, ni ofensa mayor que obligar a perderlo, engañando al lector con propuestas literarias que no merecen el tiempo, la atención, ni el gasto.

La creación literaria exige entrega, renuncia, sacrificio y trabajo. Requiere dejar las pestañas en páginas de otros libros, ocupar muchas horas investigando y desgastar las pupilas en la pantalla de un ordenador, buscando la perfección que García Márquez se exigía a sí mismo: “Repito el folio hasta que me sale impoluto. Sin ningún baile de caracteres y con la puntuación en su sitio. Un error de máquina o una tachadura es para mí un error de estilo que no me perdono”.