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COMIENZO DE CURSO

COMIENZO DE CURSO

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Declaraban ayer unos padres su alegría por el inminente comienzo de curso ya que podrían “empaquetar” a sus hijos y enviarlos a la escuela, quedando ellos descargados de problemas filiales, sin pensar que otros cargarían con ellos, ni agradecimiento alguno a los porteadores de sus dificultades, por parte de quienes quedan liberados de la carga.

A tal ingratitud se añade con frecuencia la incomprensión y críticas al colectivo de profesionales que tiene que soportar a treinta niños y jóvenes tan molestos como esos dos hijos de los felices padres que se hacen insoportables en ocasiones, sin que los maestros puedan quejarse ni poner mala cara ante el grupito de indomables que este año les toque.

No solo deben hacer bien su oficio los profesores, educando e instruyendo a los hijos de los vecinos, sino que tienen que soportar en silencio y por añadidura las impertinencias y faltas de respeto de alumnos y padres, porque en estos tiempos hay papás que se suman a los hijos en sus ataques y críticas a los profesores, sin percibir el error que cometen.

Deseo, pues, a los profesores la mejor de las suertes en el comienzo del nuevo curso, y les pido que tengan la paciencia que muchos padres no tienen con sus hijos, el interés por su oficio para suplir el abandono institucional de la enseñanza, el esfuerzo por seguir dignificando una hermosa profesión tan maltratada socialmente y que mantengan el romanticismo de un oficio que nunca los hará ricos, pero sí felices.

VERLOS CRECER

VERLOS CRECER

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Comienzan trayendo esperanzas a nuestros corazones enamorados, cuando apenas son proyectos en la corona del predictor a la espera de hacerse realidad en la cuna familiar, tras verlos nacer con dichosos ojos enlagrimados que parpadean campanas de gloria para celebrar su venida a la paz doméstica, perturbada por sus primeros llantos angelicales.

Luego se les ve estirar el cuerpo a golpes de carreras, toboganes y juegos en los parques infantiles en medio del griterío, y llegar a casa embadurnados camino de la bañera, antes de escribir la carta a los magos de Oriente y saltar sobre la cama en la madrugada de Reyes con los ojos asombrados del prodigioso milagro evangélico.

Van de la mano a la escuela, dejando el tedio de las tardes domingueras y la pereza madrugadora de los lunes, renaciendo en ellos la sonrisa con el saludo de “la seño”, complaciéndonos años después al verlos abandonar las cartillas escolares en la incierta adolescencia que remueva su cuerpo, alertando una incipiente juventud que se antoja turbulenta sin remedio.

Comienza luego a tornarse melancólica nuestra mirada con sus primeras agitaciones amorosas al borde de los libros universitarios, y nuevas lágrimas de felicidad abren el espacio a los títulos académicos, preludio del encuentro definitivo con nuevos hijos que se añaden a la espiga familiar tras gozosos esponsales.

Finalmente, sólo queda verlos crecer hacia la madurez de la vida manteniéndonos ocultos entre bambalinas, porque el mundo ya les pertenece, por mucho que alarguemos el cordón umbilical y persistamos en el empeño de ampararlos bajo el techo del amor eterno, protector de errores que a ellos corresponde enmendar, con nuestra mano tendida y el arnés en bandolera.

Ahora toca recoger la cosecha sembrada con atención diaria, generosidad desprendida y sacrificio ermitaño, alimentando el alma con pan candeal de amor bienaventurado, como sucedió ayer a mis pupilas acuosas de felicidad, viéndolos crecer juntos y luchar por un empeño común, alzándola él en la sombra para que ella recibiera honores académicos, tras largos años de trabajo silencioso y noches tardías de insomnio en vísperas de la unanimidad otorgada con alabanzas y laureles.

IGNOMINIA LABORAL

IGNOMINIA LABORAL

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El salario de miseria con que el Estado compensaba el trabajo de quienes se dedicaban a la sagrada tarea del educar a los niños en las escuelas, alumbró entre la población infortunadas frases hacia ese desdichado colectivo, como la utilizada por los ciudadanos desaventurados que proclamaban “pasar más hambre que un maestro de escuela”.

El vecindario sabía las penurias económicas de los maestros, pero ignoraba las condiciones de trabajo de las maestras, obligadas por ignominiosos conciertos a cumplir unos mandatos de esclavitud personal y profesional que hoy nos espantan, si querían acceder al puesto de trabajo en una escuela. Puede leerse con estupor el contrato de trabajo que hace apenas 90 años estaban obligadas a firmar las maestras que aspiraban a dar clase durante ocho meses en alguna de las escuelas del reino, recibiendo por su trabajo 70 pesetas mensuales.

A imposiciones “menores”, tales como vetarles fumar y tomar bebidas alcohólicas, debían cumplir obligaciones “propias de la condición femenina”, como barrer el aula a diario, fregarla una vez por semana, dejar pulida la pizarra cada día y encender el fuego a las 7 de la mañana, junto a otras opresiones que afectaban directamente a la dignidad personal de la maestra, sin que ésta tuviera oportunidad de manifestar queja alguna.

Entre tales humillaciones, figuraba la prohibición de teñirse el pelo, usar polvos faciales, maquillarse y pintarse los labios, órdenes que eran antesala de vejaciones relacionadas con la indumentaria a lucir, como impedirles usar vestidos de colores brillantes o lucir faldas que estuvieran a más de 5 centímetros por encima de los tobillos, estando obligadas a llevar dos enaguas. En este compromiso de esclavitud, se prohibía a la maestra casarse, pasear o viajar con hombres, no pasearse por heladerías y estar encerrada en su casa desde las 8 de la tarde hasta las 6 de la mañana.

Esperamos que el retroceso histórico en materia educativa provocado por los injustos recortes presupuestarios, no lleve a estos límites el trabajo de nuestras heroicas maestras y que la marea verde sea apoyada por los ciudadanos para evitar hundirnos en un pozo del que tardarían las futuras generaciones tres vidas en salir.

PEDIR PERDÓN

PEDIR PERDÓN

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La escuela de la vida me ha dado ayer la oportunidad de aprender una nueva lección en edad tardía, cuando la insolente vanidad presumía de estar de vuelta en el camino hacia lo inesperado y la rutina se antojaba monótona costumbre cotidiana.

Velada reflexiva tuve antes del sueño para cerrar el pensamiento concluyendo que hay más grandeza en la solicitud de perdón por una ofensa cometida, que en el otorgamiento  de indulto por parte del ofendido.

Perdonar exige simplemente unas gotas de generosidad, algo de comprensión y mínimo esfuerzo para llevar el ultraje recibido al rincón más oscuro de la memoria donde habita la zona del olvido, trituradora de todo aquello que empobrece el alma con la venganza.

Pero solicitar indulgencia requiere autocrítica sobre la actitud tomada; dolor por el daño infringido; arrepentimiento del hecho cometido; sinceridad en el reconocimiento del perjuicio causado; propósito de no volver a repetirlo; humildad para reconocer el daño inducido; y valor moral para demandar perdón al agraviado.

En tiempos donde los oprobios se resuelven gritándole al vituperado “¡y tú más!”, complace oír petición de gracia por una afrenta recibida. En tiempos donde pocos reconocen errores cometidos, satisface recibir solicitudes de condonación por insultos proferidos. En tiempos donde la petición de absolución es una quimera inalcanzable para la mayoría, deleita otorgar el perdón y abrazar a quien hace público su arrepentimiento.

ESCUELA

ESCUELA

ESCUELA

Carente el ser humano de la sabiduría del asno, tropieza más de dos veces en la misma piedra perdiendo el equilibrio los minutos justos para olvidarse del tropezón anterior, aunque presuma de aprender de sus propias experiencias, sin darse cuenta del engaño.

Hablo sólo de lo que conozco, de lo que he vivido y de cuanto he aprendido en la escuela de la vida, evitando repetir lo que otros han dicho y rechazando hacer mías experiencias ajenas, por ilustrativas que éstas sean.

Es así como he aprendido que admitir los errores propios satisface sentimientos, alimenta la salud mental y mejora la confianza en uno mismo, al tiempo que confirma la necedad de quienes se empeñan en mantenerlos. Pero también me ha enseñado la vida que disculpar las confusiones de otros y perdonar a quienes nos meten el dedo en el ojo no siempre regenera los comportamientos del agresor.

He aprendido que caminar por la vida enarbolando la bandera de la verdad junto a un rótulo enjaretado en la solapa condenando el cinismo, reconforta el ánimo, aleja el insomnio y estimula la moral de quien hace honor a tales distintivos. Pero también sé que tal actitud reduce notoriamente el número de amigos; que el destierro social está garantizado; y que los esfuerzos de promoción profesional y personal se multiplican por el cierre de despachos políticos, expulsión de redacciones de periódicos, eliminación en comisiones de selección y demoras injustificadas en oficinas administrativas.

He aprendido que respetar a todos los semejantes es una obligación que debe alejarnos del insulto y la ofensa personal, por muy distantes que estén de nosotros las creencias y hábitos del vecino. Pero he confirmado también que están eximidas de este respeto las decisiones tomadas por dirigentes cuando éstas sean desacertadas o nocivas para los intereses de quienes las sufren. Tampoco merecen consideración alguna las opiniones vertidas sin argumentos que las justifiquen; ni las actitudes y gestos detestables, aunque se disfracen con trajes de gala; ni algunas sentencias judiciales por mucho que se amparen en togas; ni los asertos de ignorantes que protegen sus memeces tras las cuentas corrientes; ni las pontificaciones celestiales de clérigos que viven en su paraíso sin mancharse los zapatos rojos en el fango de la miseria.

He aprendido a distinguir entre la multitud al tramposo, obstinado en engañar a cuantos le rodean; al corrupto, capaz de robarle la medicina a un enfermo; al prepotente que estira el cuello sin saber que en cualquier momento van a cortárselo; al cínico que insulta nuestra inteligencia con burdas mentiras; y al politiquero que se disfraza de político a la puerta de los colegios electorales.

He aprendido a golpes de sangre que nada hay más importante que ser uno mismo en la parcela que a cada cual corresponde, por mucho que los murmuradores se empeñen en llevarnos por rutas que despreciamos. Permanecer en el espacio que corresponde a cada uno en cada momento nos ayuda a ser algo más felices. Y despojarnos de las orejeras nos permitirá ver el paisaje a los lados del sendero.

He aprendido, finalmente, que sólo pierde el tiempo quien que no lo aprovecha, por eso el ocio estéril es la bancarrota de la vida.