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POLÍTICOS Y POLITIQUEROS

POLÍTICOS Y POLITIQUEROS

De la misma forma que debemos distinguir candidatos y electoreros, también conviene diferenciar Políticos de politiqueros, aunque no tengamos opción de elegir a los primeros en las urnas electorales, por estar obligados a votar listas cerradas donde se mezclan unos con otros, sin darnos posibilidad de cribarlas dejando en el cernedor los candidatos gruesos y detestables para ser arrojados al estercolero social de donde nunca debieron salir.

Una cosa son los Políticos, así, con mayúscula; y otra muy diferente los politiqueros con minúscula por su pequeñez moral, diminuta capacidad y escasa competencia. Contándose los primeros con los dedos de una mano y los segundos en un ábaco de dimensiones astrales, porque no abundan los ciudadanos honrados, dispuestos a gestionar con generosidad, competencia y vocación de servicio público el interés común de los vecinos que representan.

Son los Políticos un bien necesario para la sociedad; y los politiqueros una peligrosa pandemia, -sin vacuna ciudadana posible mientras no se abran las listas electorales-, que amenaza con arrasar los valores democráticos fundamentales, mientras los ciudadanos no tengamos la posibilidad de eliminar la pandilla de electoreros desaprensivos que ensuciarán las candidatutas partidistas en el otoño electoral que se avecina.

El Político se diferencia del politiquero en que el primero se sacrifica por la comunidad que representa, y el segundo sacrifica los votantes a su voluntad. El Político tiende puentes; el politiquero abre desfiladeros. Uno habla; el otro grita. Uno sonríe; el otro frunce el ceño. Uno propone, escucha y negocia; el otro ordena y tiene sordera social crónica. El Político tiende la mano, el politiquero esconde una carta marcada en la manga. Uno es sincero y convincente, el otro mentiroso y confuso. El primero puede vivir de su trabajo; el segundo parasita a los vecinos por su incapacidad para de encontrar espacio en el mercado laboral; uno ejerce la política, el otro practica la politiquería; uno es “intocable”, al otro se le puede sobornar con un plato de lentejas; uno camina erguido, el otro se arrastra a los pies de su amo. El Político es tolerante, insobornable, justo, generoso y servicial; el politiquero es dogmático, corruptible, arbitrario, codiciosos y avaro.

El Político pretende el interés común y el politiquero el beneficio propio; el primero dialoga, el segundo confronta; el primero persuade, el segundo ordena, confundiendo autoridad con autoritarismo. Uno busca la paz, el otro fomenta la discordia. Hay Políticos en la izquierda el centro y la derecha; encontrándose abundancia de politiqueros en la derecha, el centro y la izquierda, porque en esto falla la teoría relativista y la geometría espacial, pues ambos se distribuyen indistintamente en el colorín político.

Manejan los politiqueros como nadie el lenguaje de la confusión, mezclando embustes con afirmaciones solemnes; falsas promesas con declaraciones de principios; y contradicciones perdidas entre frases sin sentido. Son personas que viven de la política y no para la Política. Es decir, que el oficio de los politiqueros no es mejorar la calidad de vida de los ciudadanos y ayudarles a vivir en paz con el bienestar y la prosperidad que merecen, sino yantar beneficios personales, libar prebendas y expulsar delatores de sus fechorías.

¡Ah!, y que no haya duda: tenemos politiqueros de todos los colores, escondidos en los rincones de cada partido político, sin que nadie se atreva a enfocarlos con un cañón de luz para ser vistos y expulsados a las tinieblas del olvido social, donde solo hay llanto, frustración y crujir de dientes.

CONSERVADORES

CONSERVADORES

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Cuando deseamos mantener inalterable un alimento, lo ponemos en conserva. Esto se hace envasándolo herméticamente en recipientes de metal o vidrio, a los que se añaden unas sustancias que retrasan su deterioro, llamadas conservantes. Pero no quiero hablar de estos productos, sino de otros conservantes sociales llamados conservadores, – facción más dura del tradicionalismo -que pretenden mantener todo como está, rechazando los cambios con ferocidad de gladiadores romanos.

Los conservadores mantienen las estructuras vigentes, defendiendo obsesivamente los valores tradicionales. Es decir, intentan enlatarnos a todos en el mismo bote donde ellos se aglutinan, privándonos de la aventura de la vida. Les gustaría conservarnos dormidos, en estado de hibernación, sin estimular acicates para una rutinaria existencia, tan monótona y aburrida, como la suya.

Estos inmovilistas presumen de mantener intocable el orden establecido enfrentándose con uñas y dientes a quienes pretenden instituir un nuevo orden, ignorando que nada hay inmutable ni perfecto en esta desordenada vida, que cumple inexorablemente el principio entrópico de llevar a la humanidad hacia el caos más absoluto. A tales sujetos le tiemblan las piernas ante un cambio ideológico, porque socava los cimientos infantiles donde asientan la seguridad eterna en la que pretenden complacerse, sin cuestionar los méritos del equipaje doctrinario que le cargaron a la espalda en su infancia con vocación de eternidad.

Los ideólogos del continuismo y defensores de la parálisis social no distinguen bien lo permanente – que no existe -, de lo mutable, – que es todo -,  y se afanan en estigmatizar a sus descendientes con el bálsamo dogmático de una verdad generacional basada en la tradición más obsoleta. Ello es así porque desconocen el mérito de la aventura vital y no saben que la existencia se justifica precisamente en la novedad que nos depara cada amanecer. Sólo el que sea capaz de saltar por encima del miedo ganará el futuro. Por eso el devenir pertenece a los jóvenes rebeldes y rompedores de esquemas, y no a los timoratos continuistas. Si los grandes hombres de la historia hubieran sido conservadores nunca habrían llegado a ser grandes hombres, el mundo no sería el que es, y estaríamos aún moviéndonos en taparrabos por las cavernas.

Los guardianes de la tradición viven de espaldas a la historia, pensando siempre que algo malo va a suceder si se produce un desorden en la corteza social, porque están más  atentos a las formas convencionales que a la pulpa alimenticia que nos sustenta. Por eso reducen su vocabulario al grito de: ¡¡tradición!!, como hacía el lechero cinematográfico.

El temor a los cambio les produce angustia y un insomnio imposible de aliviar con los mismos somníferos que aletargan sus rancias creencias, oscuros pensamientos y monolíticas ideologías. Por eso vaticinan las mayores catástrofes ante el menor intento renovación. Por eso tienen un miedo incontrolable a lo que pueda suceder mañana. Por eso defienden lo que han heredado. Por eso no cuestionan la verticalidad del horizonte. Por eso vosotros y yo, queridos lectores que conozco, seguimos sin comprender que puedan existir – ¡y hay muchos! –  jóvenes conservadores.