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EL PRECIO DE LA CRÍTICA

EL PRECIO DE LA CRÍTICA

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La experiencia enseña que la victoria de David sobre Goliat es simplemente un cuento bíblico que nada tiene que ver con la realidad, porque el débil acaba siempre rodando por el suelo del sartenazo propinado por quien tiene la sartén por el mango, cuando el osado mequetrefe se atreve a criticar en voz alta la comida que pone en la mesa el cocinero.

Hemos de saber que el combate entre desiguales conduce a la derrota del desnutrido, porque la diferencia entre ambos se resuelve siempre a favor del corpulento, por mucho que el débil corra o se enrosque impotente en el rincón, mientras las represalias y el equipo de matones al servicio del patrón se encarga de hacerle callar.

Quienes han sufrido flagelaciones por criticar al mandamás, saben bien de qué hablo, pero quienes no hayan sido todavía abofeteados desde los sillones deben saber lo que sufre el crítico cuando un jefe se pone en jarras frente a él, apaleándole hasta dejarlo noqueado en el suelo, envuelto en la mayor  indefensión y lamiéndose las heridas con impotencia y frustración.

Sabed todos que la coz al aguijón concluye siempre con la cojera perpetua del ingenuo atrevido que pretende dañar el puntiagudo acero de la venganza contenida en el todopoderoso criticado, incapaz de tolerar el roce de la más leve insinuación contraria a sus deseos, actitudes, órdenes y dictados, terminando siempre con la ruina del monigote.

Pero sabed también que se puede convertir el castigo al censor en insomnio para el verdugo si los afectados por su despotismo mantienen unidas las fuerzas, porque la vileza de quien practica la represalia contra el crítico sólo merece el desprecio de la gente honrada y la lucha solidaria contra el déspota que hace sayos con las capas de los subordinados, fumigando a las personas que dicen palabras elevadas en decibelios críticos no autorizadas por quienes dominan la situación.

DOLOR FÍSICO

DOLOR FÍSICO

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Compiten cuerpo y alma en la partición desgraciada del dolor llevándose el primero la peor parte, porque el dolor del espíritu se reparte, puede hacerse participativo y consolarse con los sentimientos, afectos y palabras de quienes aceptan compartirlo. En cambio, el dolor físico, enajena, aísla y abandona en la intemperie a quienes lo sufren, dejándolos en manos de inservibles fármacos que contaminan la sangre y terapias analgésicas de escaso valor, exigiendo al enfermo hermanarse con el dolor y abrazarlo como fiel enemigo que usurpa la sonrisa.

Cuando el dolor convoca, es obligado acusar recibo del llamamiento, asistir a la cita, sentarse con él a la mesa y comer el plato amargo, tosco, trivial y humillante que pone delante, sabiendo que la indigestión está garantizada con esa paralizante coz que deja al enfermo con su dolor a solas.

La soledad de la persona dolorida es grande por la impotencia que el dolor genera en ella, por la frustración que la inhabilita para dar una respuesta eficaz y por su opacidad a los ojos de familiares y amigos, pues el dolor no puede observarse, ni medirse, ni prestarse, siendo lo más personal, intransferible e incomprensible que sufrirse pueda.

Cuando el suplicio se apodera del cuerpo del enfermo, hurta su voluntad, inhibe la capacidad de respuesta, niega la palabra, oculta la luz y paraliza el gesto, clavando su barbilla en el pecho y obligándole a entrecruzar los dedos pidiendo una explicación a tanto castigo inmerecido.

Sin indulgencia ni compasión alguna, el dolor traslada al doliente en parihuelas al verdadero país de nunca jamás, donde el llanto, la queja, el gemido, la desesperación, el lamento y las lágrimas, ocupan ese territorio habitado por condenados a la tragedia con su particular dolor a cuestas, porque nada hay más personal que el sufrimiento físico.