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ESTADO LAICO

ESTADO LAICO

Cuando hablamos de Estado laico, Estado secular o Estado aconfesional, estamos refiriéndonos a un Estado, nación o país, que se declara constitucionalmente independiente de toda opción religiosa, sea del signo que fuere, donde los representantes del pueblo no pueden manifestar públicamente sus preferencias por religión alguna, ni dejarse  influir por ellas en sus decisiones políticas.

Quiere esto decir que cuando los mandatarios de un Estado laico acuden a diferentes actos religiosos cristianos, musulmanes, judíos o budistas, en calidad de lo que representan en el país, están cometiendo un acto inconstitucional que debería ser sancionado por desacato a la Carta Magna.

No digamos ya si las máximas autoridades de un Estado secular inclinan el tronco y la cabeza ante el jefe supremo de una religión determinada, rodeado de tiaras, turbantes o kipás, cuando el mandatario religioso correspondiente visita dicho Estado aconfesional con objeto de participar  en un acto privado de propaganda religiosa y no como jefe del Estado Vaticano o de una República islámica.

En un país laico, las homilías cristianas, los discursos musulmanes, las meditaciones budistas y los sermones judíos deben hacerse desde los púlpitos de las iglesias, las mezquitas, los templos y las sinagogas. Tampoco pueden concederse recursos públicos a las confesiones religiosas, por pequeños que éstos sea. Y las diferentes creencias tienen que autofinanciarse con el dinero de sus fieles, subvenciones privadas o los beneficios mercantiles de sus negocios.

Un Estado laico exige el respeto escrupuloso a la neutralidad religiosa de las Instituciones y de los dirigentes, sin apoyar ni oponerse a ninguna confesión, porque de no ser así estaríamos defraudando nuestra Carta Magna, base y fundamento de todo el ordenamiento jurídico.

Igualmente, un Estado aconfesional no puede favorecer de manera explícita o implícita a una religión concreta, obligándonos la concentración JMJ a preguntarnos si este precepto democrático se está cumpliendo o infringiendo.

En vista de todo ello, es fácil comprender la indignación de los ciudadanos constitucionalistas, – es decir, aquellos que defienden el cumplimiento de la Constitución española -, cuando ven que ésta no se respeta, o sea, que el artículo 16.3 es un decorativo florero en la Carta Magna que algunos de nuestros representantes políticos no respetan.

LAICIDAD

LAICIDAD

LAICIDAD

Más de tres décadas como profesor me permiten confirmar el desgaste intelectual que supone explicar muchas veces cuestiones evidentes a quienes no desean entenderlas. Esfuerzos baldíos que caen en barbecho ante la falta de voluntad y entendederas de los oyentes, por elementales que sean los argumentos.

Esto ocurre con la laicidad desde finales del siglo XIX cuando se decidió que las diferentes iglesias y los estados debían respetarse mutuamente y no cruzar sus caminos, porque la libertad de conciencia personal no autorizaba la injerencia de normas o valores morales religiosos en asuntos que concernían a cada cual.

Debatir sobre laicismo – ya que curiosamente la Academia no permite hablar de laicidad – debía ser ocioso en una democracia por ser consustancial a ella. Concepto tan obvio y constitucional no merecería ni un segundo del tiempo que a todos ocupa en múltiples páginas humedecidas con ríos de tinta, en aclaraciones innecesarias, en resolver problemas inexistentes y en manifestaciones diarias por los rincones con exaltaciones de fervor religioso desmedidas, en esta España católica, apostólica y romana.

Incluso mentes despiertas que alcanzan cuestiones muchos más complejas, se niegan a comprender lo proclamado en el artículo 16.3 de nuestra Constitución, donde se establece que ninguna confesión religiosa tendrá carácter estatal. Algo que no tiene nada que ver con el anticlericalismo ni la condena de los valores religiosos, pero que va a la esencia misma del respeto que cada ciudadano merece, al optar por una ideología concreta.

El proceso de laicización es consecuencia legal y lógica de aplicar una doctrina que defiende la independencia del hombre, la sociedad y el Estado, respecto de cualquier organización o confesión religiosa, sea ésta católica, protestante, musulmana, judía o budista.

Es decir, el laicismo no es una actitud antirreligiosa, ni mucho menos, sino todo lo contrario. Tampoco va contra religión alguna, ni creencia sostenida, porque sólo pretende dar trato igualitario a todos los credos, alejándolos de la institucionalidad oficial que en muchos casos se otorga a una religión concreta.

Laicizar es poner las cosas en su sitio, dando al César lo que a éste pertenece y a los dioses lo que a cada cual corresponde. No se trata de impedir prácticas religiosas, pero tampoco de imponerlas, porque las creencias personales son patrimonio individual y propiedad privada de cada cual, reservándose las personas el derecho de admisión en el ámbito de su intimidad ideológica.

Por eso, en un Estado laico como el nuestro que consagra en su Carta Magna la independencia religiosa, no es de recibo que los representantes del pueblo hagan ostentación pública de apoyo a una religión concreta con su presencia en actos donde a todos representan, ni que autoridad religiosa alguna intervenga en la gobernabilidad del Estado o interfiera en uno de sus tres poderes.

Un Estado laico debe proteger la libertad de religión, culto e increencia de cada ciudadano, porque los descreídos también tienen derecho a disfrutar de la secularización estatal. Algo que no ocurre en Estados constitucionalmente ateos, opuestos a toda creencia y práctica religiosa, o el los teocráticos, como extremos de la realidad. El Estado laico no prohíbe las manifestaciones públicas religiosas de los ciudadanos adscritos a cualquier religión, siempre que éstas no se institucionalicen.

Dicho esto, cualquier desfanatizado debería comprender que la jerarquía católica española no tiene licencia para moralizar desde la tribuna pública a la sociedad estableciendo límites entre el pecado prohibido y la gracia permitida, porque carecen de autorización legal para hacerlo, aunque se arroguen el derecho moral de predicar fuera del púlpito a quienes no son de su grey.