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EL OFICIO DE ESCRIBIR

EL OFICIO DE ESCRIBIR

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Aseguraba Carlyle que escribir era lo más milagroso de cuanto el hombre pudo imaginar, convirtiendo así la escritura en un milagro. Delille simplificaba la acción, diciendo que escribir no era más que interesar. Y Goethe afirmaba que escribir era un ocio muy trabajoso. Es decir, ocio y trabajo se ponen de acuerdo en contradictoria armonía para convertir en arte los juegos de palabras, sobre la página en blanco.

Todas las personas milagrean con la escritura, todas. La mayoría fuerzan esponsorios ilegítimos de palabras que terminan en divorcios literarios. Algunas son escribientes sin manguitos. Muchas lucen su palmito literario ejerciendo de copistas. Gran parte de ellas son escribidores asalariados. Y en contados casos surge un escritor con suficiente calidad en su pluma para merecer ese nombre.

Saber medir los quilates de la buena literatura, despreciar la abundante bisutería literaria que se expone en las estanterías comerciales, identificar la argamasa que cimenta el edificio literario y saber con qué tipo de arcilla se modela un escritor, es una exigencia de nuestro tiempo.

El oficio de escribir exige peregrinar por un largo sendero, pedregoso, empinado y estrecho, minado con trampas, jalonado de fracasos y marcado con decepciones, donde el trabajo silencioso, la voracidad lectora, el aprendizaje diario y la permanente renuncia a la holgazanería, han de ser el norte de la brújula profesional de quien aspire a ser escritor, aunque ese caminar no le lleve a parte alguna.