CHOVE EN EL MAR
Muchas veces he cantado con don Amancio, no Ortega, sino Prada, a los ríos y fontes de Rosalía y también he pedido lluvia con el berciano. ¡Deixalo chover y tronar!, gritábamos, sin saber las consecuencias derivadas de nuestras peticiones.
¡Calado hasta las prendas íntimas me ha dejado la lluvia sin piedad en el monte Zapateira!, lo cual me hace pensar que no entonábamos demasiado bien las canciones gallegas o que nos faltaba el acento necesario para darle la dulzura que otorgan los nativos a sus “graciñas”, “poquiño” y “Paquiño”.
Dicen que en Santiago la lluvia es arte, pero en el campo es preludio de pulmonía, de la cual me ha librado el apóstol, gracias a Dios. Es decir, que tras “cerrar España” ha tenido tiempo el de Zebedeo para ocuparse de mi salud, con ayuda del Jefe.
Superado el indeseable chapuzón de lluvia, a base de más agua bajo la ducha, me eché por los Cantones arriba hasta el paseo marítimo, con chubasquero, paraguas y buen humor.
Entonces todo fue distinto y se hace difícil explicar con palabras la compensación recibida, porque fue la lluvia en el mar espectáculo de placer imposible de predecir. Apoyado sobre la balaustrada y recogido bajo la protección amparadora del quitalluvias donde golpeaban discretamente las gotas, pude recordar un espectáculo semejante en mi soltería mallorquina, cuando la milicia universitaria me llevó a los acantilados de Cabo Blanco una tarde de lluvia inclemente que recuerdo con nostalgia conmovida, en la lejanía de un tiempo enloquecido de juventud y amor furtivo en el coche ametrallado de gotas frente al mar.