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DEMOCRACIA A LA ESPAÑOLA

DEMOCRACIA A LA ESPAÑOLA

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Comenzaron los griegos a utilizar la palabra democracia en el siglo V a. de C., – uniendo los términos  demos (pueblo) y krátos (poder, gobierno) -, para expresar el gobierno del pueblo. Significado que fue cambiando con el tiempo, hasta llegar a las actuales democracias que nada tienen que ver con la originaria ateniense, fundada en una democracia pura y dura, llamada “directa”, que los indignados apellidan “real”. En ella, el pueblo soberano toma las decisiones de gestión en asamblea, sin utilizar intermediarios que ejerzan el poder en su nombre.

Este modelo ha sido históricamente defendido por ciertos políticos y pensadores, como el ginebrino ilustrado Rousseau, que apostó decididamente por la soberanía del pueblo en “El contrato social”, llegando a afirmar que el hombre nacía libre, pero vivía encadenado. También se han sumado a la democracia directa el anarquismo y un tímido sector de la izquierda convencional.

En contra de esto, las democracias modernas han optado por la representatividad, significando formalmente que el pueblo elige sus representantes para que éstos tomen decisiones en bien de los representados, lo cual ha derivado en España en un gobierno absoluto de los partidos políticos. Son ellos quienes escogen los candidatos que pueden representar al pueblo, y una vez elegidos ejercen el poder sin tener en cuenta los deseos ciudadanos, aunque sean sobradamente conocidos por ellos, cerrando las puertas a consoladores plebiscitos, negando referendos, excluyendo iniciativas ciudadanas y suprimiendo destituciones populares que permitan a los votantes enviar a su casa a los mudos, corruptos, pesebreros y aduladores.

Esto explica que una gran parte del pueblo esté reclamando una verdadera democracia por mucho que algunos políticos y periodistas se hayan molestado con el apellido “real” que los indignados han añadido a la democracia que demandan, por considerar que ésta es única y no necesita adjetivos que la definan. Pero están en un error porque nuestra democracia no permite la intervención del pueblo en el gobierno.

El fraudulenta democracia española autoriza a demandar realismo en esa forma de gobierno donde ha de predominar la voluntad ciudadana, algo que en este país nuestro no ocurre porque gran parte de los políticos se oponen a ello, acusando una fingida sordera que les impide enterarse de la voluntad popular.

¿Alguien duda que los ciudadanos exigen la exclusión de los polítiqueros que los partidos mantienen en sus filas? ¿Se puede dudar que la presencia en escaños de procesados políticos repugna a la población? ¿Existe un solo político que cuestione el deseo ciudadano de que los jueces y fiscales sean verdaderamente independientes y “ciegos” en sus veredictos? ¿Algún político niega que los responsables de la brutal crisis no la padecen, y que la están sufriendo los inocentes de la tragedia? ¿Quién duda que el pueblo daría su brazo por ver erradicada la corrupción en la gestión pública? ¿Hay en el Gobierno o en el Parlamento alguien que desmienta el deseo ciudadano de modificar la ley  electoral y acabar con la partitocracia que hurta a los ciudadanos la posibilidad de elegir nominalmente a sus representantes? ¿Se está cumpliendo la Constitución en aspectos tan fundamentales como la igualdad de oportunidades profesionales, laborales, judiciales y sociales; el respeto al honor y la intimidad; la protección de la infancia y juventud; el derecho a la educación, vivienda digna y adecuada, sanidad y trabajo?

Tal vez las respuestas a estos interrogantes dieron razones a Borges para decir que la democracia era un exceso de la estadística, recibiendo críticas de quienes negaban la farsa de un modelo ingresado en la UCI, donde permanece. También el Nobel Saramago criticaba la democracia decadente, ineficaz y decepcionante que en este artículo se denuncia, cuestionándola en un lúcido ensayo.

 No existe democracia si la moral pública institucional no es el máximo valor que la sustenta, el mascarón de proa de la nave del Estado; la quilla profunda que evita el naufragio. Sin ética, la democracia se convierte en el arte del embaucamiento y  engaño; la aproximación a la “ambigüedad constructiva” citada por Petra Kelly; el fraude de la  persuasión para hacer posible lo inadmisible; una trampa para captar ingenuos;  el engaño como oficio; la impunidad de la inmoralidad; y el alimento que necesitan los salvadores de la patria para enlodarnos en la miseria.

Representar al pueblo es cumplir su voluntad, satisfacer sus expectativas, abrir cauces de participación, ponerse al servicio de los ciudadanos, alentar el progreso, impulsar la justicia social, defender causas nobles y fomentar virtudes deseables en la sociedad, como son la honradez, la verdad, el respeto y la dignidad.

Los ciudadanos no debemos formar parte de un juego en que todo se justifica diciendo que se hace la única política posible porque, como decía Aranguren, estamos obligados a imaginar un mundo mejor, soñar con la utopía y a pedir lo imposible, sin poner almíbar en las decisiones erróneas ni aceptar justificaciones de lo injustificable.

En estos momentos, la historia brinda a los decepcionados la oportunidad de alistarse al colectivo de demócratas anónimos y apadrinar los partidos antipartidos que no están registrados, para formar entre todos una organización ciudadana que haga verdaderamente real la democracia en España que todos deseamos.

 

AQUÍ UN AMIGO

AQUÍ UN AMIGO

Creo llegado el momento de presentar a un buen amigo, para que también lo sea de quienes pasáis la mirada por las páginas de esta bitácora, buscando en ella cuanto se nos niega en espacios donde la mentira ha hecho trinchera, el egoísmo domina, la indiferencia clava su estaca, se promueve la ignorancia, triunfa la vanidad y reinan las monedas.

Os ofrezco este amigo con honores de hermandad y espero que tenga en vuestra vida el mismo espacio que yo haré en la mía cuando vosotros me presentéis a quien siempre os acompaña sin reclamar nada a cambio, porque cada uno tenéis similar amigo al mío, aunque algunos no hayan percibido aún su roce.

Desconfío de la tradición oral recogida en el Talmud porque yo no me encontré conmigo mismo buscando a Dios, sino de forma espontánea y sin pretenderlo, el día ya lejano en que acepté sin remedio la compañía de mi otro yo hasta que la muerte nos separe a los dos, quedando él entre quienes me recuerden y yo flotando en cenizas por el aire.

Me sorprendo algunas veces hablando con este amigo, sin menguar la entrega y sinceridad que don Antonio guardaba al conversar con el hombre que siempre iba con él, ni demorar el tiempo que Borges pasaba conversando consigo mismo en el banco municipal ginebrino.

Diálogos que mantengo en los que me cuento aquello que nadie más que yo puede oír, recreándome en explicaciones innecesarias, porque conozco la narración tan bien como el cronista del hecho que a mí mismo refiero.

Algo de terapia deben tener estos coloquios a dúo unipersonal, porque tranquilizan el ánimo y ayudan a reflexionar en voz alta con el doble reflejado en el espejo, en el agua o en la soledad del silencio nocturno, cuando todo duerme menos el pensamiento que se mantiene despierto incluso en sueños de madrugada.

No he tenido amigo más a mano, ni mejor, ni más fiel en mi larga vida que yo mismo, como anticipó Pitágoras definiendo al amigo como el otro yo. Por eso, quienes más cercanamente me conviven no se alarman al verme en animada tertulia con el “otro”, ni atribuyen a trastornos identitarios disociativos  las reflexiones que hago en voz alta, cuando el íntimo recogimiento envuelve el aire donde quedan suspendidas las palabras.

Y si en algún momento hago a mi otro yo depositario de confidencias futuras que nadie sabe, es para que les dé vida cuando a mí ésta me falte, porque será él quien me sobreviva.

Este amigo embrida mis impulsos cuando la irritación por injusticias, corruptelas y mentiras, altera el pulso, y me dicta lo que no debo proclamar. Este huésped que me habita es quien alivia los desasosiegos si algo perturba el ánimo y desdibuja la esperanza. Él fue quien más alejó de mi vida los desgraciados días del abandono cuando la parca se empeñó en cerrar puertas y ventanas a un futuro imposible por tanto desamparo. A él debo el estimuló y fuerzas que he necesitado para seguir luchando y la sonrisa en el espejo, cuando el llanto era alimento huérfano diario.

Ha sido certero en el consejo, inflexible en la exigencia, tolerante en los errores, y crítico leal desde la cuna, sin clavarme espinas en el alma, pero obligándome a prometerle que no volvería a hacerlo, mientras me abrazaba dándole razones a Jaime para proclamar el amor a uno mismo como la más innoble servidumbre.