IN MEMORIAN
Van cerrándose poco a poco las ventanas de la vida, hasta dejar sin luz la existencia de quienes sobrevivimos más allá de los que emprendieron antes que nosotros el viaje definitivo al país de nunca jamás.
Marchamos dejando literalmente cadáveres al borde del camino, pensando que nuestra papeleta no estará nunca en el bombo o que la estación término se encuentra tan lejana que nunca llegaremos a ella, sin darnos cuenta que puede estar acechándonos a la vuelta de la próxima hora, como le ha sucedido a mi querido Pepe Ramos.
Hace semanas que nos dejó tirados en este magnífico estercolero con la sonrisa en los labios y su permanente agitación de empresario honrado, emprendiendo imposibles aventuras financieras donde no siempre había espacio para ellas. Solos nos ha dejado a todos, pero con la mayor negrura a Feli y a Silvia, que ahora deben luchar contra buitres, depredadores y mercaderes de la miseria que se posan como cuervos hambrientos en los cables que rodean su casa, esperando un descuido para carroñear con espíritu despreciable sobre los negocios de patrono tan solidario y ejemplar.
Pepe era lo único que me quedaba del Camino Viejo de Villamayor y con él ha muerto cuanto en mí restaba de la infancia. Sin previo aviso se ha ido llevándose las partidas de «bolas», las carreras de «chapas», el «tirable, burro nuevo…», el «escondite», los «guardias y ladrones», las «idas» a pájaros con el tirachinas, mi irreprimible envidia por lo bien que montaba en bicicleta y la primera mano en cuerpo de niña compartida.
Con él se han ido largos recorridos de casa en casa con el carretillo de los «pedidos»; los aseos en barreños de cinc; las sobremesas con TBOs sobre una manta en la terraza; las conversaciones en «el portal»; los cromos de chocolates «Lloveras»; los paseos juntos a la «zagalona» y «la platina»; el recuerdo de conversaciones nocturnas estivales bajo la luz de una farola acosada por mariposas y violeros; las piadosas mentiras a su padre, el señor Antonio; la botella de «Casera» que guardábamos entre bloques de hielo en la nevera de «Casa Ramos» hasta la hora de comer; y queridos vecinos compartidos que se me antojan hoy tan lejanos como el humo de sus cenizas.
Tampoco volveremos a recordar entre sonrisas a los visitantes del barrio que sufrían nuestras travesuras adolescentes, como «el lechero» al que apaleábamos el burro que tiraba del carro hasta dejarlo abandonado en «Salas Pombo»; el «botijero» al que un día distrajimos una tinaja de barro; «la cacharrera» que nos cambió dos cazuelas por una pelota de goma que estaba pinchada; al «mulero» que pasaba con el carro de arena maldiciendo los animales mientras nosotros nos colgábamos de la trasera hasta que con el látigo nos espantaba; a «pichote legañoso» que un día le escondimos la «máquina» de tirar cohetes; y la fuerte regañina con castigo incluido del tío carnal, hermano de Perpetua, porque una mañana arrancamos la furgoneta cargada con las chacinas de Almeida que traía para su tienda de ultramarinos.
No le perdono a mi entrañable Pepe que se haya llevado todo esto sin avisarme, ni perdono a la vida que sea única e irrepetible como él y yo hablamos tantas veces, porque no volveré a tomar un vino con él ni a pedirle apoyo para otra competición de golf, aunque siempre lo llevaré en mi recuerdo hasta que llegue el día de nuestro imposible reencuentro en la nada.