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DESPILFARRO INTELECTUAL

DESPILFARRO INTELECTUAL

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He asistido a la jubilación de un buen amigo catedrático de la Universidad salmantina, y a la despedida de una joven investigadora que marchaba a Berlín para hacer realidad su sueño de perder las pestañas en un laboratorio, buscando solución para esa enfermedad innombrable que a todos entumece con su presencia.

Si grave es tirar por la borda los conocimientos y experiencia de quienes han regido la sociedad, más penoso es el despilfarro económico e intelectual que representa la huida de jóvenes talentos al extranjero después de haber invertido recursos humanos y materiales en su formación, sin obtener de ellos el rendimiento que merece la inversión realizada.

Unos y otros, jóvenes investigadores emigrados y adultos experimentados jubilados, son el paradigma de una sociedad que camina a tientas hacia un futuro menos esperanzador del que cabría esperar si aprovecháramos mejor los recursos humanos que despreciamos como si fueran objetos inservibles.

Injustificado despilfarro intelectual impuesto por derrochadores que bostezan en el Senado, juegan al Candy en el Congreso, dilapidan el erario en medalagonismos, lideran la corrupción y gozan de sueldos, complementos y dietas, inalcanzables para el resto de los mortales que pagamos sus privilegios y sufrimos sus caprichos.

DEMOCRACIA A LA ESPAÑOLA

DEMOCRACIA A LA ESPAÑOLA

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Comenzaron los griegos a utilizar la palabra democracia en el siglo V a. de C., – uniendo los términos  demos (pueblo) y krátos (poder, gobierno) -, para expresar el gobierno del pueblo. Significado que fue cambiando con el tiempo, hasta llegar a las actuales democracias que nada tienen que ver con la originaria ateniense, fundada en una democracia pura y dura, llamada “directa”, que los indignados apellidan “real”. En ella, el pueblo soberano toma las decisiones de gestión en asamblea, sin utilizar intermediarios que ejerzan el poder en su nombre.

Este modelo ha sido históricamente defendido por ciertos políticos y pensadores, como el ginebrino ilustrado Rousseau, que apostó decididamente por la soberanía del pueblo en “El contrato social”, llegando a afirmar que el hombre nacía libre, pero vivía encadenado. También se han sumado a la democracia directa el anarquismo y un tímido sector de la izquierda convencional.

En contra de esto, las democracias modernas han optado por la representatividad, significando formalmente que el pueblo elige sus representantes para que éstos tomen decisiones en bien de los representados, lo cual ha derivado en España en un gobierno absoluto de los partidos políticos. Son ellos quienes escogen los candidatos que pueden representar al pueblo, y una vez elegidos ejercen el poder sin tener en cuenta los deseos ciudadanos, aunque sean sobradamente conocidos por ellos, cerrando las puertas a consoladores plebiscitos, negando referendos, excluyendo iniciativas ciudadanas y suprimiendo destituciones populares que permitan a los votantes enviar a su casa a los mudos, corruptos, pesebreros y aduladores.

Esto explica que una gran parte del pueblo esté reclamando una verdadera democracia por mucho que algunos políticos y periodistas se hayan molestado con el apellido “real” que los indignados han añadido a la democracia que demandan, por considerar que ésta es única y no necesita adjetivos que la definan. Pero están en un error porque nuestra democracia no permite la intervención del pueblo en el gobierno.

El fraudulenta democracia española autoriza a demandar realismo en esa forma de gobierno donde ha de predominar la voluntad ciudadana, algo que en este país nuestro no ocurre porque gran parte de los políticos se oponen a ello, acusando una fingida sordera que les impide enterarse de la voluntad popular.

¿Alguien duda que los ciudadanos exigen la exclusión de los polítiqueros que los partidos mantienen en sus filas? ¿Se puede dudar que la presencia en escaños de procesados políticos repugna a la población? ¿Existe un solo político que cuestione el deseo ciudadano de que los jueces y fiscales sean verdaderamente independientes y “ciegos” en sus veredictos? ¿Algún político niega que los responsables de la brutal crisis no la padecen, y que la están sufriendo los inocentes de la tragedia? ¿Quién duda que el pueblo daría su brazo por ver erradicada la corrupción en la gestión pública? ¿Hay en el Gobierno o en el Parlamento alguien que desmienta el deseo ciudadano de modificar la ley  electoral y acabar con la partitocracia que hurta a los ciudadanos la posibilidad de elegir nominalmente a sus representantes? ¿Se está cumpliendo la Constitución en aspectos tan fundamentales como la igualdad de oportunidades profesionales, laborales, judiciales y sociales; el respeto al honor y la intimidad; la protección de la infancia y juventud; el derecho a la educación, vivienda digna y adecuada, sanidad y trabajo?

Tal vez las respuestas a estos interrogantes dieron razones a Borges para decir que la democracia era un exceso de la estadística, recibiendo críticas de quienes negaban la farsa de un modelo ingresado en la UCI, donde permanece. También el Nobel Saramago criticaba la democracia decadente, ineficaz y decepcionante que en este artículo se denuncia, cuestionándola en un lúcido ensayo.

 No existe democracia si la moral pública institucional no es el máximo valor que la sustenta, el mascarón de proa de la nave del Estado; la quilla profunda que evita el naufragio. Sin ética, la democracia se convierte en el arte del embaucamiento y  engaño; la aproximación a la “ambigüedad constructiva” citada por Petra Kelly; el fraude de la  persuasión para hacer posible lo inadmisible; una trampa para captar ingenuos;  el engaño como oficio; la impunidad de la inmoralidad; y el alimento que necesitan los salvadores de la patria para enlodarnos en la miseria.

Representar al pueblo es cumplir su voluntad, satisfacer sus expectativas, abrir cauces de participación, ponerse al servicio de los ciudadanos, alentar el progreso, impulsar la justicia social, defender causas nobles y fomentar virtudes deseables en la sociedad, como son la honradez, la verdad, el respeto y la dignidad.

Los ciudadanos no debemos formar parte de un juego en que todo se justifica diciendo que se hace la única política posible porque, como decía Aranguren, estamos obligados a imaginar un mundo mejor, soñar con la utopía y a pedir lo imposible, sin poner almíbar en las decisiones erróneas ni aceptar justificaciones de lo injustificable.

En estos momentos, la historia brinda a los decepcionados la oportunidad de alistarse al colectivo de demócratas anónimos y apadrinar los partidos antipartidos que no están registrados, para formar entre todos una organización ciudadana que haga verdaderamente real la democracia en España que todos deseamos.