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TESORO DE LA VEJEZ

TESORO DE LA VEJEZ

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El abandono social de la palabra vejez me anima a rescatarla del pozo desamparado en que se encuentra, desterrada por expresiones edulcoradas como “tercera edad”, “senectud” o “ancianidad”, como si «vejez» hubiera envejecido y fuera necesario sustituirla por otra expresión para ocultar lo que solo ven aquellos que la miran de reojo.

Concibiendo toda la existencia del ser humano como una muerte lenta, es la vejez el destino biológico inexorable al que llegaremos si antes no pagamos con la vida la comparecencia ante lo irremediable, por mucho que nuestro deseo se empeñe en prolongar el viaje en el tren de la existencia, retrasando su llegada a la estación término donde la vejez espera a quienes permanecen en la vida dando sentido a su historia personal.

Así, la vejez puede verse con ojos terminales desde el exterior o con perspectiva interior que se beneficia de una privilegiada experiencia vivida, a la que sólo se accede con los años, cumpliendo la evidente ley de viaje irreversible decretado por la vida, caracterizado por una decadencia física progresiva que concluye con el abrazo a la innombrable parca.

La estadística no tiene argumentos para establecer cuando empieza la vejez, porque ésta no se deja atrapar con los números, sino cuando las deficiencias se transforman en deterioro continuo de facultades con perdida irreversible de éstas en sus aspectos físico, anímico y mental, obligándonos a pensar que la vejez hace acto de presencia cuando el organismo declina hacia un fallo sistémico terminal.

También parece claro que la metamorfosis del ser humano sigue camino contrario al del gusano que se transforma en mariposa, pues la vida termina convirtiendo a las personas en gusanos, siendo la continuidad en el deterioro de las facultades la característica principal de la vejez.

La sociedad fría, deshumanizada y especulativa donde vivimos, desprecia el divino tesoro de la vejez, sin percibir las consecuencia de tal abandono, porque los ancianos son sabios oráculos humanos que merecen ser escuchados con respeto y veneración, por la sabiduría que guardan, la experiencia que atesoran, la doctrina que profesan y la paz que transmiten.

ANCIANOS

ANCIANOS

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A la ancianidad llegaremos todos los que estamos a la puerta y los que vienen de camino hacia nosotros, si antes no pagamos con la vida la posibilidad de arribar a ese espacio despojado, en el que la vida ha dado de sí todo lo impredecible en la juventud y la aventura de la existencia se hace cada vez más ciertamente profética.

La sociedad camina ruidosa y despreocupada por la vida, arrinconando a quienes hicieron posible que llegáramos donde ahora estamos, agrupando en la sala de espera de la estación terminal a los ancianos que esperan su turno para coger el tren a la eternidad, con el billete en la mano, la resignación en el alma, sin equipaje y con los bolsillos vacíos.

Piden los ancianos ligereza a la muerte, pero se aferran con sus escasas fuerzas a la vida porque han adquirido la dulce costumbre de vivir a pesar del abandono, desvalimiento y olvido que acompaña la soledad, el desamparo y la decepción con que recorren los últimos pasos antes de que caiga el telón, mientras censuran al guionista por descubrirles tarde y a destiempo que “envejecer y morir es el único argumento de la obra”.

El vértigo que ciega este mundo, impide recordar que todas las culturas se dejaron llevar por la sabiduría de los ancianos, atendiendo sus consejos, aprovechando su experiencia y respetando sus palabras, conscientes que portaban una erudición imposible de encontrar en las páginas de los libros.

Dejemos, pues, hacer a los ancianos lo que nadie puede hacer por ellos. Recuperémoslos de los sótanos donde están confinados. Beneficiémonos de su sabiduría. Aprovechémonos de su experiencia. Amémoslos y desterremos la gerontofobia dominante, si queremos conquistar el futuro.