CENSURA PERIODÍSTICA
La queja de un amigo a quien han metido tijera en un artículo de opinión, contrasta con mi complacencia en estos “jugos” que exprimo cada domingo, sin que en los doscientos sesenta y tres artículos que llevo aquí publicados, se haya tocado ni una sola coma en ellos, lo cual me confirma el acierto de asomarme a esta plural ventana cuando Juan Carlos me propuso mirar al exterior desde su alféizar cada domingo.
El ejercicio de la libertad de expresión permite decir en voz alta lo que cada uno piensa, cuando tal derecho se ejerce sin insultar, difamar, ofender, ni mentir, siendo aspiración estéril pretender el pensamiento único, pues las diferentes concepciones de la realidad hacen imposible la existencia de una sola idea, de una opinión unánime, de un Dios exclusivo, de una opción única y de unos intereses comunes.
Es vano intento de los guardianes de su verdad, de los cancerberos del pensamiento único, de los vigilantes sectarios y los censores del criterio divergente, pretender neutralizar actitudes, opiniones, discrepancias y reprobaciones, metiendo tijera a quienes no sienten como ellos, silenciando sus opiniones, amordazando las críticas y condenando la discrepancia, por mucho poder que a los poderosos les sobre, con el apoyo del padre Astete que olvidó añadir la tolerancia en su catecismo, como virtud cardinal.
Aceptando como principio incuestionable que la libertad de cada uno tiene como límite el comienzo de la libertad ajena y el respeto al vecino, nadie tiene derecho a prohibir a los demás lo que considere que los demás no tienen derecho a prohibirle a él, por mucho que la oligarquía política, económica, religiosa y empresarial lo intenten, porque la condición humana va más allá de las pretensiones censoras.
No hay escena periodística más patética, desafortunada, injusta y triste que ver a un profesional de la información paseándose por las redacciones con tijera en mano. Para redimir a tales recortadores de pitones informativos, le recomendamos la lectura de los nueve principios básicos en los que Bill Kovach y Tom Rosenstiel fundamentan la profesión periodística, especialmente el sexto, que habla de otorgar tribuna a las críticas públicas.
Como decía la señora Graham, dueña del Post: “un diario es una empresa mercantil pero también un órgano de opinión pública cuya primera obligación es servir a los ciudadanos”. Con este pensamiento convirtió el Watergate en un mito del periodismo mundial, cuando los medios de comunicación vencieron al poder político. Hoy, los intocables Woodward y Bernstein, siguen siendo periodistas respetados y apreciados por ser reconocidos insumisos que mantuvieron intacto su esqueleto periodístico a pesar de los intentos que hizo el poder por astillar su libertad de opinión.