Envejecen los dedos, no los anillos que anidan en ellos; se arrugan los cuellos, no los collares que de ellos penden; encanece el cabello, no las diademas que lo recogen; se deforman las muñecas, no las pulseras que las rodean. Pero hay una cosa clara: la riqueza material de los abalorios, no iguala el valor de la experiencia vivida, por mucho que se empeñen los escaparates en usurpar su dominio.