Una vez más he comprobado que la soberbia conduce al egotismo, a la falta de autocrítica, el endiosamiento, la altanería, el dogmatismo, la intolerancia, el desprecio a los demás, la ofensa gratuita y – en casos de patológica inflamación aguda- los secuestros emocionales que genera la prepotencia pueden llegar a la venganza, sin que los tóxicos sujetos que padecen tan grave dolencia moral sean conscientes del hedor que despide su alma.
A pesar de los pesares, de las piedras en el camino, de los tropezones, las caídas, los desánimos, las frustraciones, dolores y decepciones, siempre hay una voz que nos anima, un gesto que nos ayuda, una mano que nos levanta, una esperanza inesperada, una sonrisa alegre, un proyecto ilusionante, un deleitoso poema, una vela en la oscuridad, un beso seductor y un pétalo dispuesto a aromatizarnos cuando alguien remueve el estercolero.
Un hogar no se construye con arcilla, piedra caliza, hierro forjado, madera y bassanita, sino con ladrillos de esfuerzo compartido, cemento solidario, ventanas de libertad, techo sostenido entre todos y puertas abiertas a un amor duradero alimentado diariamente con miguitas de tolerancia, respeto, comprensión, perdón y potitos de generosidad que ayuden a superar diferencias, problemas y sinsabores.
Tras escuchar las palabras enlagrimadas de una amiga, compruebo que cuando el desamor llega de puntillas y sin previo aviso, entonces sabotea el bienestar con espinas en la mano; ocupa distraídamente todo el espacio interior; cierra las puertas por dentro; clausura las ventanas; abre rendijas al insomnio; sella los respiraderos; paraliza la voluntad; ennegrece el futuro; nubla la vista; y pone vertical la vida de quien se mantiene en el amor.