MI VARYKINO
He llegado a Varykino donde permaneceré hasta finales de septiembre si el tiempo lo permite, la salud me acompaña y el silencio se mantiene, lejos de insomnios urbanos provocados por las continuas agitaciones nocturnas de los descerebrados, a quienes se añaden los pisotones de minotauros vecinos estudiantiles sobre mi cabeza.
Varykino es el reposo estival y la vida retirada, el régimen laminar de mi existencia que contrasta con el turbillonario movimiento de la ciudad donde habito el resto del año. Varykino es la calma reparadora de los desajustes capitalinos, el espacio de independencia alejado del urbano “piso pasillo” que hace imposible en tránsito fluido por las dependencias domésticas.
El humilde Varykino me concede refrescante reposo nocturno, haciéndome olvidar el insomnio de las altas temperaturas del asfalto, cuando el mercurio suda por los capilares del termómetro reventando los reguladores térmicos, empapando sábanas y humedeciendo almohadas. Trae Varykino reencuentros con amigos en la bodega, amparados por las cepas y el churrasco, tras regocijante partidas de mus.
Retorna a mis manos la raqueta de tenis olvidada por imperativo del palo de golf y vuelve inclemente el temblor de la ducha fría, pero fría, con agua de sondeo, previo al baño reparador en la solitaria piscina durante la ardiente mediodía, cuando el bullicio infantil se retira a los comedores familiares, mientras degusto una Leffe en el pórtico, hojeando el periódico.
Y ocupan la mayor parte del día, horas interminables de trabajo frente al portátil, porque de los veranos en Varykino han salido mis últimos libros y espero que el nuevo alumbramiento de otoño, hoy condensado en 1.357 fichas, se geste y cobre vida en el sosiego que este redentor espacio me concede.