EMOCIONADA GRATITUD
La experiencia de una vida entera dedicada en cuerpo y alma a la enseñanza, me capacita para decir públicamente que los alumnos no son pródigos en agradecimientos al profesor, por mucho esfuerzo que éste haga y se entregue a ellos generosamente.
Raras veces se dan casualidades que favorezcan reencuentros en los cuales el azar facilite la convergencia de profesor y discípulo en un futuro inesperado, alejado de coincidencias vitales en un país extraño, ajeno a la tierra que vio nacer a ambos.
Pero, a veces, se producen íntimos encuentros duraderos entre dos almas gemelas, por muy distantes que sean las edades de las personas que se hermanan, apartados estén los intereses de ambas y grande sea el espacio físico que las separa.
Estas excepciones tienen la virtud de hacer realidad el milagro de unos ojos emocionados de gratitud, aunque el cruce de caminos sea fruto de la casualidad y ya nada pueda ofrecerse en el retiro social, salvo un abrazo de amistad sincera y la incondicional disponibilidad de dos voluntades a nuevos encuentros, más allá del espacio y del tiempo.
Un antiguo alumno me ha buscado durante años hasta encontrarme, con la única intención de agradecerme cuanto hice por él, de la mejor forma que pude hacerlo: poniendo mi tiempo a su disposición, dándole consejos que le ayudaran a superar la borrascosa adolescencia y poniendo mi mano en la suya para enseñarle a caminar por la profesión que tanto he amado.
Pasados los años, cuando algunos recuerdos habían pasado a la zona del olvido, él me ha invitado a acompañarle frente al tribunal que ha juzgado por unanimidad con “sobresaliente”, la defensa que ha hecho en inglés de su tesis doctoral en la Complutense universidad madrileña.
Hasta allí he ido para recibir emocionado el testimonio público de su gratitud, con palabras que no puedo reproducir porque debo guardadas en lo más profundo de mi celosa intimidad. Todo ello por «el mal sabor de boca que me dejó Ortega al escribir algo así como que el maestro nunca llega a conocer el impacto de su valor».
Gesto de respeto, amor y reconocimiento desinteresado, a un profesor jubilado que ya tiene poco que ofrecer. Testimonio público de afecto, en vísperas de partir con el doctorado bajo el brazo hacia el parisino Institut Pasteur, que humedeció mis ojos, porque cuando la ofrenda es grande las palabras enmudecen ahogadas por las lágrimas.
Gracias, José Antonio, por tu hombría de bien, por tu grandeza de alma y por tu generosidad con este antiguo profesor, consciente que el ejemplo de vida que has dado no es moneda de curso legal, ni tu sincero recuerdo, costumbre en mi oficio. Y gracias por ver que en mí cumplida la máxima de que enseñar es tocar vidas, y hacerme feliz sabiendo que he tocado la tuya.
¡Ah!, y Maestro ya tú, no yo.