HACE SETENTA Y CINCO AÑOS
Poniendo la memoria al servicio de la historia y no al revés, es decir, anteponiendo historietas que algunos cuentan al servicio de intereses inconfesables, conocidos por sus beneficiarios, conviene recordar que hace setenta y cinco años los españoles disfrutaban de algo que habían decidido libre, voluntaria y democráticamente, cinco años antes: que la máxima autoridad del Estado fuera elegida por los ciudadanos o por el Parlamento. Algo tan simple que aún no se comprende por qué no sucede así, como hacen los alemanes, coreanos, franceses, italianos, americanos del norte y del sur, austriacos, rusos y varias docenas de países más.
Hace setenta y cinco años Rodolfo Halffter componía dos sonatas al Escorial antes de exiliarse en México; Miguel Hernández se despedía con un poema dolorido de su amigo Ramón; Antonio Machado llegaba a Valencia con los zapatos embarrados acompañado de Juan de Mairena; Unamuno mantenía la alterutralidad entre hunos y hotros; María Moliner trabajaba en su diccionario; Alberti leía sus versos en las trincheras junto a María Teresa; Picasso hacía llorar sus pinceles anticipando el bombardeo de Guernica; Juan Ramón emigraba con lágrimas en sus versos; García Lorca abandonaba el alma de los gitanos en Nueva York antes de que su cuerpo cayera tiroteado en un barranco; Sánchez Albornoz guardaba la historia de aquellos años en la maleta de emigrado; Sender anticipaba su requiem por el campesino español; Margarita Xirgu subía por última vez el telón, sin saberlo; Ortega advertía a los políticos que “así no”, y su discípula María Zambrano se llevaba para La Habana el pensamiento, dejándonos la sinrazón; el escritor Manuel Azaña redactaba cada noche una página de su diario; Pérez de Ayala dimitía como embajador tras firmar con Ortega y Marañón el manifiesto “Al servicio de la República”; Pedro Garfias escribía sus “Poesías de guerra”; José Bergamín clausuraba la revista “Cruz y raya”, fundada y dirigida por él, después de tres años de andadura; Octavio Paz publicaba el poema “No pasarán”, pero pasaron, arrollaron, vencieron, reprimieron y se repartieron el pastel; León Felipe cedía a Franco la hacienda, la casa, el caballo y la pistola, pero lo dejaba mudo, llevándose a México la voz antigua de la tierra y la canción para que el dictador no pudiera recoger el trigo ni alimentar el fuego; Moreno Villa concluía su “Salón sin números” antes de abandonar la piel de toro; Luis Cernuda enfrentaba por primera vez la realidad al deseo; Emilio Prados comenzaba a recopilar su poesía de guerra que le valdría el Premio Nacional de Literatura; Juan Gil-Albert fundaba la revista “Hora de España” mientras preparaba su casa valencia para recibir en ella a los escritores antifascistas, antes de salir para México.
Científicos, como Severo Ochoa, decidieron abandonar España para que la guerra no truncara su carrera científica. Blas Cabrera, primer físico español, escapaba a la parisina Oficina Internacional de pesas y Medidas; Arturo Duperier, alumno predilecto de Blas Cabrera, se exiliaba para investigar la radiación cósmica y aspirar al Nobel; Enrique Moles, principal químico español, secretario de la IUPAC, dejaba pólvoras y explosivos antes de exiliarse a Francia. Con ellos emigraron también los matemáticos Enrique González Jiménez, Ricardo Vinós y Lorenzo Alcaraz; astrónomos tales como Pedro Carrasco Ganorrena y Marcelo Santaló; y el oceanógrafo Odón de Buen.
Francisco Ayala era acogido en Buenos Aires y Pau Casals en Puerto Rico; el intimista “residente” Manuel Altolaguirre salía hacia París; Rosa Chacel, tras firmar el Manifiesto de los Intelectuales Antifascistas, se alojaba en Grecia con Kazantzakis; Juan José Domenchina dejaba sus poesías para irse poco después con Ernestina a Francia; Jorge Guillén era encarcelado en Pamplona antes de autodesterrarse; Jiménez Frau dejaba con lágrimas en los ojos la dirección de la Residencia de Estudiante para exiliarse en Francia; Luis Buñuel salía en un tren atestado de emigrantes camino de Ginebra para entrevistarse con el ministro de exteriores Álvarez Vayo; Menéndez Pidal comenzaba su autoexilio en Burdeos; Américo Castro marchaba desde Hendaya en una automóvil hacia el exilio, acompañado de Azorín; Ramón Gómez de la Serna dejaba en Madrid la biblioteca que había reunido en 48 años de búsqueda bibliográfica y se embarcaba en un carguero italiano hacia Marsella; Salvador de Madariaga comenzaba su oposición a la dictadura exiliado en Reino Unido; el teniente Fernando Arrabal, padre de Fernando Arrabal era detenido en Melilla y amenazado de muerte si no se adhería a la sublevación; Josep Pla salía en barco rumbo a Marsella acompañado por Edi Enberg; Salvador Bacarisse rechazaba la dictadura franquistas desde su exilio parisino, y Luis Bagaria la caricaturizaba a orillas del Sena; Corpus Barga propagaba la República en París y compraba aviones franceses para el ejército leal; …. y Antonio Buero Vallejo se afiliaba al partido comunista antes de ser condenado a muerte ¡por adhesión a la rebelión!
Esto es una aproximación a lo que pudo ser el segundo siglo de oro español que fue segado de cuajo, a tiro limpio, por un grupo de militares y la sinrazón de “hunos” y “hotros”, sumiendo al país en un retraso difícil de recuperar. Este masivo exilio de cerebros arruinó el pensamiento, la ciencia, la erudición y el optimista futuro que estaríamos ahora disfrutando.
Tan exagerado despilfarro intelectual debe hacernos reflexionar sobre la responsabilidad que tenemos de dejarle a nuestros hijos un futuro mejor que la vida de posguerra que nosotros sufrimos, porque un joven militar africano que había llegado al generalato prematuramente por méritos de guerras africanas, decidió sumarse al proyecto del general Mola y capitanear la decapitación de la República, atribuyendo a ésta errores que correspondían a los gobiernos rojos y azules, indistintamente.
Así se impuso una dictadura militar que derogó la Constitución de 1931, anuló los derechos políticos, disolvió los partidos y sindicatos, persiguió a los opositores, anuló las libertades, sancionó a funcionarios con militancia política, separó del aula a profesores disidentes y nos cerró la boca de todos imponiéndonos una censura incomprensible para los jóvenes de hoy.
Recordamos tan triste efemérides para que nunca más, ¡nunca jamás!, vuelva a repetirse, rogando a políticos y creadores de opinión que ayuden a la reconciliación social y al buen entendimiento, por encima de intereses partidista, personales o ideológicos.
El más triste resultado de la guerra incivil que se inició el 17 de julio en Melilla – no en Asturias en octubre del 34 – fueron los muertos que quedaron en las trincheras, tapias de cementerios y cunetas, pero también la quiebra ideológica pendiente de superar y el destierro de una prometedora intelectualidad que tardará varias generaciones en volver.