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Etiqueta: temores

ELLAS

ELLAS

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La petición de una lectora por mi artículo del pasado domingo dedicado a Feminilandia, donde aludía a las mujeres que habitaban en dicho territorio, me obliga a escribir sobre las féminas que viven fuera de él, porque también “ellas” merecen unos renglones de agradecimiento y recuerdo, aunque la gratitud no sea pretendida por estas mujeres y estéril la evocación por estar su memoria permanente en nosotros.

“Ellas” -las otras- son las que son por merecimientos propios, sin añadir a tal elenco las autoexcluidas del mismo, pues no todas las mujeres son compañeras que acompañan, amigas que amiguean, amantes que aman, esposas amorosamente esposadas y también – ¿por qué no?- un poco madres a nuestro lado más allá de lo urgente o necesario.

Rebeldes a la injusticia; prudentes consiliarias; incansables luchadoras; apasionadas amantes; amenas conversadoras; silenciosas sufridoras; abnegadas madres; valientes campeadoras; estímulo de vida; despiertas soñadoras; y fieles escuderas cual caballeras andantes que resuelven entuertos domésticos llevando el corazón familiar en bandolera.

Mujeres con quienes luchamos por la igualdad de derechos entre seres humanos sin discriminación por razones cromosómicas sexuales, pero aceptando la inevitable desigualdad derivada de las constituciones anatómicas que nos diferencian, separan y unen, en un juego de seducción y encantamiento, semejante a la irresistible atracción magnética entre polos imantados de diferente signo.

Tal diferencia nos permite mirarnos mutuamente a los ojos, llegando a través de ellos a los más íntimos y hechizadores rincones del alma; disconformidad que nos complementa en individualidades inseparables y únicas; disentimiento conducente a la más ensoñadora realidad, de la que salen chispas multicolores en cada encuentro; disparidad que nos permite dar lo que no tenemos y recibir cuanto nos falta.

En “ellas” se diluyen temores, dolores, pesares y sinsabores. Aunamos con “ellas” voluntades dispersas, empeños comunes y afanes compartidos en amoroso territorio inexplorado sin capacidad de respuesta, donde se hace realidad lo imposible y predecible lo inesperado por el milagro de la sonrisa que nos brindan siempre en el momento oportuno; por su certeza al hablar; su prudencia al actuar; su humildad al reprender; y su grandeza al perdonar.

A “ellas” les agradecemos las lágrimas vertidas con nosotros; el hombro donde nos apoyamos; las noches de insomnio compartidas; la salvación en tempestades; el consejo certero; la mano tendida en los tropezones. …Y les agradecemos anticipadamente la felicidad que tendremos junto a “ellas” en la vejez que nos espera.

¿ VEJEZ O MUERTE ?

¿ VEJEZ O MUERTE ?

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Cada persona resuelve sus temores vitales de manera distinta, en función de su cultura, carácter, sentimientos y creencias, siendo para unos motivo de angustia lo que carece de importancia para otros, aventajando a unos y otros los creyentes católicos convictos, confesos y convencidos, que “mueren porque no mueren” y afrontan la parca con la felicidad propia de quienes saben que se irán al cielo para gozar ¡eternamente! de la mayor dicha que imaginarse pueda, por lo que lejos de temer a la muerte, la esperan con los brazos abierto para unirse a la paz con Dios.

Los creyentes descreídos, es decir, los bautizados, comulgados y confirmados que se mantienen en una fe de primera comunión «por si acaso», alejada de ceremonias, ritos, dogmas, encíclicas y doctrinas, temen a la muerte, pretenden huir inútilmente de ella y acaban aceptándola con dolor y resignación cristiana por ser la voluntad de Dios, aunque no estén convencidos de todos los cuentos que les han contado, como le sucedía al poeta.

El grupo de seres descreídos no muestra preocupación alguna por futuras vidas más allá de la muerte, pues su convicción en que la vida es única e irrepetible los libera de creencias en paraísos celestiales que solo existen en literaturas bíblicas, contradichas por la experiencia de varios miles de millones de años de existencia de la raza humana, que nos hablan del viaje a la nada, por mucho que nos duela, ya que la muerte nos libera de todos los males y bienes, anulando nuestra conciencia.

De todo esto hablaba ayer con un descreído amigo, confesándome que su inquietud  por la muerte era nula y su preocupación por ella inexistente, pues llegado a ese punto la vida pone un gran punto y aparte, alejándonos de la existencia y desterrándonos al país de “irás y no volverás”, como sucede en los cuentos infantiles, por muchos cuentos que nos cuenten.

«Otra cosa es la vejez, – me decía – a la que temo más que al miedo de tenerla miedo, porque muestra el rostro más despreciable, dejándonos intacto el apetito de placeres inalcanzables, colma de frustraciones, rodea de dolores, priva de movilidad, provoca dependencia, alienta la incomprensión y nos somete a humillaciones inesperadas, porque en la vejez hay vida aunque sea malvivida, en desventaja con la muerte de la que no se espera nada, salvo arrebatarle algo de tiempo con fugaces aplazamientos que siempre concluyen con su victoria».

HAY DÍAS…, …Y DÍAS

HAY DÍAS…, …Y DÍAS

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Hay días en los que no es posible buscar huellas pasadas, ni rastrear perfiles en la niebla, porque en tales jornadas es mejor no doblar esquinas ni torcer veredas, para rememorar momentos felices, porque la vida bloquea los atajos, la desmemoria se impone y el olvido se muestra en carne viva.

Sin embargo hay otros días en los que, sin querer, abre sus exclusas la memoria  y contra todo pronóstico volvemos la cabeza ante una palmada de la vida en la espalda, para recrearnos sin cautela en las fotos en sepia, reviviendo historias compartidas con añoranza inevitable.

Junto a ellos, hay días en los que se esconde el alma en la corteza del insomnio, impidiéndonos soñar quimeras y recordar noches de luna llena frente al mar recostados en amores perdidos, abandonándonos en la desmemoria por descuido de las sombras que amenazan con incertidumbres doloridas.

Pero también hay días que traen bienestar en las alforjas, buenas intenciones y proyectos vestidos con esperanza de futuro, en los que se entrelazan recuerdos con vocación de eterna permanencia, cubriendo el rostro de las gallinas ciegas para que éstas no den con el paradero de las quimeras.

Junto a tales días azules hay jornadas negras que llegan a nosotros sin previo aviso, ni merecimiento, ni  explicación alguna, en las que es inútil todo esfuerzo por recuperar el tiempo ganado a la vida, encargándose esta de milagrear otras jornadas imprevistas que nos adornan con sonrisas el camino.

Ya veis, amigos, hoy no debíamos abrir las puertas del organillo, pero un correo electrónico ha tirado abajo las expectativas, obligándome a olvidar lo que cualquier otro día serían felices recuerdos de la infancia y juventud, intramuros de la tapia.

DE LA SUMISION PROFESIONAL A LA JUBILACIÓN OFENSIVA

DE LA SUMISION PROFESIONAL A LA JUBILACIÓN OFENSIVA

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Un amigo recién jubilado que visita esta bitácora y escribe en mi «página de caras», afirma que a partir de ahora vamos a escuchar de su boca lo inimaginable, porque la jubilación le libera de los temores y represalias que le han impedido decir lo que pensaba durante sus años de trabajo uniformado.

Estos ciudadanos, reprimidos durante su vida profesional por una disciplina mutilante de su libertad de expresión, se descomprimen en la jubilación otorgándose a ellos mismos patente de corso para zaherir todo lo que se mueve en sentido contrario al pensamiento que han tenido encarcelado durante décadas de dominio exterior.

Muchos de ellos, como este amigo, han estado sometidos a presión ordenancista por parte de galones, jerarquías, estrellas y bastones, exigentes de obediencia ciega que acrecentaba el valor de la sumisión cuando la condición de mando era ingrata y poco llevadera, obligándose los subordinados a reprimir la conciencia y guardar opinión.

Con la llegada de la jubilación, algunos de estos reprimidos se declaran insumisos ideológicos dispuestos a decir en voz alta todo lo que callaron en su vida profesional, liberados ya de cadenas, reglamentos, estatutos, leyes y órdenes superiores, alcanzando la libertad que anhelaron durante décadas.

El problema surge cuando estos descomprimidos se ponen la jubilación por montera, desenvainan la porra dialéctica y la emprenden a garrotazos contra toda opinión divergente y persona discrepante que se encuentran a su paso, confundiendo debate con bronca, opinión con juicio de valor, discrepancia con insulto y libertad de expresión con leña indiscriminada al mono, aunque nada sepan del primate que vapulean, ni hayan cruzado palabra alguna con él.

Las dificultades de entendimiento se presentan cuando estos “liberados” hacen públicas descalificaciones personales de los vecinos ante el mundo mundial a través de Internet en las redes sociales, utilizando palabras gruesas, ofensivas ironías y mordaces comentarios, con prepotencia impropia de quienes han estado toda su vida bajo la suela de un zapato.

DE LA EXPERIENCIA A LA EMPATÍA

DE LA EXPERIENCIA A LA EMPATÍA

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No siempre son escuchados, atendidos y secundados los consejos que padres, profesores, parientes y vecinos dan a los jóvenes, porque estos solo gustan de experiencias propias, más allá de los riesgos, peligros e incertidumbres que acompañan las novedades inesperadas que acechan a quienes van con prisa hacia la vida adulta.

Tampoco es fácil empatizar con problemas ajenos sin tener experiencia de ellos, ni es probable comprender situaciones personales de otros, no vividas en carne propia, porque la identificación mental y afectiva de un sujeto con el estado de ánimo de otro se consigue cuando ambos viven situaciones idénticas.

La inexperiencia de sensaciones, dolores, desgracias, temores y enfermedades sufridas por otras personas, hace imposible la fusión anímica de uno mismo con la realidad ajena por mucho empeño que se ponga, como le sucede al creyente con el descreído; al liberado con el dependiente; o al maridado con la viuda, por citar unos ejemplos.

La imposibilidad de compartir el dolor físico y el sufrimiento moral hace inviable la absoluta empatía del observador con la persona dolida, de la misma forma que no se alcanza a empatizar plenamente con la angustia de un enfermo terminal o con quien pasa la última noche en una celda del corredor de la muerte.

¿Cómo emparejar con la impotencia de las personas dependientes? ¿Cómo sentir el estremecimiento de la mujer embarazada con un hijo deficiente en su vientre? ¿Cómo percibir el miedo de un soldado acorralado por el enemigo? ¿Cómo entender el pensamiento de un suicida fundamentalista?

Imposible sentir el horror de quien contempla el cuerpo de un amigo destrozado por la metralla, ni el miedo apretado en el pecho antes de un combate cuerpo a cuerpo, ni el pánico de las llamas que se acercan amenazantes, ni el olor nauseabundo de cadáveres descompuestos esparcidos por las calles.